En 1945, al término de la Segunda Guerra mundial, el ejército danés utilizó a más de 2000 prisioneros alemanes para desactivar miles de minas nazis enterradas en las playas de la costa oeste del país. Muchos eran casi adolescentes, entre quince y dieciocho años de edad. La mayoría de ellos murieron o quedaron mutilados. Una página de historia cuidadosamente ocultada, que duró cinco meses y que supuso la pérdida de más vidas que en toda la ocupación nazi de Dinamarca.
En la película, un grupo de jóvenes soldados alemanes, a las órdenes del sargento danés Carl Rasmussen, un hombre brutal lleno de resentimiento, son obligados a ir cada día a las dunas a localizar y neutralizar las minas. El trabajo constituye una auténtica ruleta rusa y pronto se convierte en una carnicería.
Martin Zandvliet nos presenta una trama llena de odio y venganza, en la que los verdugos y las víctimas cambian de bando, pero siguen haciendo gala de la misma crueldad. Ahora un grupo de jóvenes alemanes son la imagen del débil indefenso pisoteado por el poderoso, no sólo carente de escrúpulos para llevar a cabo una labor extremadamente peligrosa, sino movido por los más bajos instintos para hacer el mal: la granjera sonríe sádicamente, los oficiales daneses capaces de las mayores vejaciones, la ausencia de comida…, pero sobre todo, el desprecio hacia la vida de las personas.
La película está muy bien realizada a pesar de la precariedad de medios, aprovechando el paisaje como decorado natural, la playa y las dunas sin límites. Esa luz de los exteriores contrasta con la oscuridad de los hechos y de los personajes, la infinita crueldad, el terror y la humillación. El hilo argumental mantiene una tensión constante, con momentos de gran crudeza por la brutalidad de los hechos y escenas estremecedoras de cuerpos ensangrentados que saltan por los aires.
A lo largo de la historia, vamos conociendo algo más de los soldados, su realidad familiar, sus miedos, sus esperanzas, pero es el personaje del sargento el más interesante, porque prácticamente es el único en el que se percibe una evolución, aunque titubeante, desde la crueldad impregnada de sadismo, hasta una cierta humanización. Todos realizan un buen trabajo de interpretación, pero destacan en el reparto Roland Møller y Louis Hofmann como el sargento Carl Rasmussen y el soldado Sebastian respectivamente.
Ese episodio, como epílogo de una guerra ya terminada, merecía ser sacado del olvido. En realidad, la Convención de Ginebra de 1929 prohibía que los prisioneros de guerra desempeñaran trabajos forzados o de naturaleza peligrosa. Sin embargo, mandos británicos y daneses burlaron las leyes, organizaron y llevaron a cabo la operación. Y uno se pregunta cómo no aprendemos nada de la historia, cómo es posible que la dura experiencia de las atrocidades padecidas pueda provocar los mismos horrores, cómo el ser humano, llamado a elevarse a las más altas cotas de dignidad, es capaz de tanta bajeza.