POR RAZONES DE ESTADO
Año 2000. Durante unas maniobras en el mar de Barents, se produjeron dos fuertes explosiones en el submarino nuclear ruso K-141, a consecuencia de las cuales experimentó graves daños y se hundió sin control hacia las profundidades marinas. La Armada y el Gobierno soviético procuraron en vano ocultar el incidente a la opinión pública. El mundo entero se estremeció ante un hecho tan horrible como injustificable: por razones de Estado, se dejó morir a los 118 hombres de la tripulación del submarino.
Se trata de un hecho real y, por tanto, con un desenlace conocido. Sin embargo, el magnífico guion de Robert Rodat crea una interesante trama de ficción sobre qué pudo suceder en el interior del submarino y en el poblado donde las familias angustiadas esperaban las noticias de los marineros. El director danés Thomas Vinterberg sabe imprimir tal tensión a la narración que el espectador vive la historia por dentro y la ve con los mismos ojos que si fuera uno más de los personajes atrapados en esas horas dramáticas. Vinterberg muestra la desolación de las respectivas familias, impotentes ante la desidia de las autoridades, así como la inquietud de las potencias extranjeras que se brindaron a colaborar en el salvamento y que vieron rechazados sus ofrecimientos.
El relato está construido en tres tiempos. El antes es la vida privada de los marineros, la vida de familia, la boda de uno de ellos y la solidaridad entre los compañeros. El núcleo es la catástrofe en el mar, la tribulación en el interior del submarino, la desesperanza que se va apoderando de las familias y el tenso suspense que constituye el tema central de la película, a pesar de que todos sabemos cuál fue el final de esa triste historia acaecida hace no tantos años. El tercer capítulo son los funerales, el lacerante dolor y la indignación ante aquellos que fueron capaces de tratar a 118 hombres como meros objetos desechables, sin ningún respeto por la vida humana, con tal de preservar su orgullo y disimular la verdad de la situación precaria e ineficaz de su sistema político.
Una buena película, casi un documento histórico. Ni por un momento Vinterberg disculpa los motivos de la actitud irresponsable de las autoridades rusas. Más aún, el film constituye una acusación directa a los que señala como culpables de las muertes de esos 118 hombres. Es impresionante la escena del hijo del capitán Averin, quien, siendo todavía un niño, tiene el coraje y la dignidad de rechazar el saludo del oficial.
Vinterberg presenta los hechos, los que fueron y los que pudieron ser, con crudeza y sin ambages, pero mantiene el equilibrio para no caer nunca en el estilo panfletario. Esta sobriedad es la que da todo el dramatismo a esa historia de abuso del hombre por el hombre.