La anciana Esther, enferma terminal de esclerosis lateral amiotrófica, ha decidido poner fin a su vida, con ayuda de su marido Michael, médico de familia jubilado. Organizan una reunión familiar de fin de semana, para celebrar una fiesta de despedida recordando los momentos felices que vivieron juntos. Llegan al hogar familiar, en medio del campo, Heidi, la hija mayor, con su marido y su hijo adolescente, Sanne, su desequilibrada hermana, que acude con su novio, un fumeta inmaduro aunque, tal vez, en el fondo, no mala persona, y Lisbeth, la mejor amiga de Esther, que es un miembro más de la familia. A medida que pasan las horas, sube la tensión, se abren viejas heridas y surgen dudas y desconfianza entre los personajes.
La historia –fría como un témpano– da mucho que pensar. El objetivo de la película no es hacer directamente una apología de la eutanasia, pero el suicidio asistido aparece como la mejor solución ante el sufrimiento y, sobre todo, como un derecho del enfermo a decidir. Pero el verdadero conflicto no es tanto el derecho de una persona a decidir adelantar su final para evitarse un sufrimiento físico o psíquico, ni, por supuesto, si la situación es distinta por el hecho de ser o no creyente. Lo que aparece dramáticamente en la historia es anterior y mucho más profundo que el derecho al suicidio, porque no se trata del sentido o la oportunidad de la muerte, sino del sentido o el absurdo vacío de la vida.
Nuestra sociedad positivista, embriagada de avances científicos y posibilidades técnicas, ha “desencajado” al ser humano de su verdad de hombre –ser relacional y trascendente– y lo ha dejado limitado al “aquí y ahora”, pero suspendido sobre la nada, porque tras el instante fugaz no permanece nada. Por tanto al hombre no le queda más que procurar que cada momento sea placentero y cuando irremisiblemente deje de ser grato, no tiene otra solución que cortar los cables que lo sostienen y dejarse caer en el vacío de la nada.
Los personajes de la película tienen sentimientos y experimentan emociones, incluso cuidan a Esther con ternura, pero no hay entre ellos un auténtico amor generoso incondicional, unos lazos de amor sólidos, independientes de todo interés. Lo expresa muy bien Sanne cuando se lamenta de que es pronto para morir porque ella todavía la necesita, aún no se lo ha enseñado todo.
La vida de quien ama y es amado tiene sentido por sí misma. Tal vez Esther llegue a no poder ni sostener una copa en la mano, pero sólo ella es ella, amando a los suyos y siendo amada por ellos. Quitarse la vida equivale a considerar el sufrimiento y las incomodidades superiores a los lazos de amor. La vida tiene sentido hasta el último aliento, hasta la última posibilidad de ser un nudo de relaciones único e irreemplazable en la red de los afectos sinceros. Cada instante vivido entre los seres amados es una pequeña victoria sobre la separación inevitable. Y en este punto sí cambia la perspectiva para quien piensa que la muerte es el final definitivo y quienes creen que la unidad de amor entre las personas se hace eterna en la dinámica del Dios Amor.
La película está muy bien elaborada y los actores están soberbios cada uno en su papel. Hay escenas magníficas y conmovedoras, como el iPad que se ilumina y el nieto y la abuela se sonríen discretamente. Pero otras resultan dramáticamente amargas, como cuando están celebrando fuera de tiempo la Navidad (un acontecimiento religioso de vida, amor y esperanza), bailando y cantando alrededor del árbol la fiesta de la muerte, la separación y el vacío.Muy buena película, pero extremadamente dura y sobrecogedora.
Corazón silencioso
Título original:
Stille hjerte
Género:
Puntuación:
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Publico recomendado:
País:
Año:
2014
Dirección:
Guión:
Fotografía:
Música:
Intérpretes:
Distribuidora:
Duración:
97
Contenido formativo:
Crítica: