LA FELICIDAD DE UNOS... LA PENA DE OTROS
La película empieza con una breve introducción en la que se nos presenta a Léa en su lugar de trabajo y conocemos su amabilidad, su talante honesto y veraz y su sagacidad para captar la realidad profunda de las personas de su entorno, siempre dispuesta a ayudar. Inmediatamente después, nos trasladamos a un restaurante, donde dos matrimonios amigos están cenando.
Léa, la más discreta de los cuatro, a la que todos consideran una indecisa y una persona sin aspiraciones, que no ve más allá de su trabajo como dependienta en una tienda de ropa, les comunica, casi de pasada, que acaba de escribir una novela. Entre la sorpresa y la incredulidad, aun pensando que es la locura de una soñadora que no toca de pies en el suelo, los otros tres empiezan a sentirse incómodos.
Al final de la cena, en una larguísima escena, los cuatro amigos no acaban de decidir el postre. La cámara pasa del rostro de uno al rostro de otro, de cada reacción absurda al diálogo ridículo de todos. El espectador empieza a irritarse más que el pobre camarero por esos interminables diez minutos patéticos. Pero esa escena es, en realidad, una metáfora y una síntesis del drama humano que va a desplegarse bajo la forma de una divertida comedia.
Léa pide un postre, «Île flottante» (titulo de la obra de teatro en la que está basada la película); Karine duda y finalmente no quiere nada porque teme engordar; los dos varones piden café. Puesto que nadie va a tomar postre más que ella, Léa se adapta y tampoco quiere nada. Empieza entonces una discusión absolutamente tonta en la que los tres, que no saben lo que quieren, ni si quieren algo, vuelcan su propia indeterminación en Léa, para acusarla a ella de indecisa.
La más amable y delicada, dispuesta a adaptarse a los demás, es tachada de egocéntrica. Es la vieja historia de la debilidad humana: proyectar en los demás los propios defectos y miserias para redimirse uno mismo; querer corregir en el otro el defecto propio (aunque el otro no lo tenga), para ocultarse a sí mismo los propios fallos.
Pero lo peor está por venir, pues el libro de Léa, apadrinado por un escritor de prestigio y publicado por una importante editorial, se convierte en un éxito impresionante, el primero de una carrera de escritora prometedora.
Para las tres personas más cercanas a la intimidad de Léa, su marido y sus dos amigos, su triunfo como escritora constituye una afrenta inadmisible, porque les hace tomar conciencia de su propia mediocridad y de la cortedad de sus horizontes. No le perdonan que se salga del papel de mujer gris en la que ellos la tenían encasillada.
Consolar a un amigo que sufre es fácil, porque hace que uno se sienta superior, pero alegrarse de los triunfos, cuando uno mismo no deja de ser poco más que insignificante, exige ser un auténtico amigo, no solo un compañero de camino. Es la flaqueza de la condición humana la que se ve reflejada en los tres personajes, tal como es la grandeza de la bondad, sin soberbia ni rencor, la que representa la protagonista.
La dirección de actores ha sido, sin duda, excelente. Bérénice Bejo esta magnífica cómo una Léa entrañable, capaz de iluminar con su ternura y su bondad una historia sórdida, de envidias y zancadillas. Vincent Cassel encarna a la perfección a Marc, el marido, un hombre sin más horizontes que el aluminio, que necesita perentoriamente a su lado a un ser inferior para poder sentirse él mínimamente importante. François Damiens es un Francis lleno de bonhomía, aunque sin ninguna personalidad; es un títere en manos de su mujer. El trabajo actoral espectacular corresponde a Florence Foresti, Karine, la mejor amiga de Léa desde la infancia. Su maldad y sus proyectos son tan cómicos que el espectador llega a simpatizar con ella, aún sin dejar de considerar a su personaje como un perfecto imbécil corroído por la envidia. El mismo Cohen se ha reservado el papel del jefe inmediato de Léa en la tienda. como no cabía esperar de otro modo, es menos inteligente y menos hábil que su subordinada. Pero es una buena persona que se alegra del bien de Léa.
Lo que podría haber sido un drama humano conmovedor, de la mano de Daniel Cohen se convierte en una divertida comedia, una pequeña joya que permite pasar un rato muy agradable, entre risas y sonrisas, y que da mucho que reflexionar. Es comedia, pero si se la contempla con una mirada penetrante, no solo da que pensar sobre la fuerza oculta de las pasiones más bajas, sino que puede llegar a tener un efecto catártico para quien esté dispuesto a tener el coraje de analizar las propias reacciones ante el éxito inesperado de alguien cercano.