ÉXITO A CUALQUIER PRECIO
Gilles Fontaine es un gran empresario francés, con tentáculos en el mundo de la política para obtener grandes beneficios. Sus numerosas empresas se mueven en el filo entre lo legal y lo ilegal, en el sentido de que está investigado porque se sospecha de que hay mucha corrupción en el fondo de sus éxitos, pero nunca se llega a encontrar nada incriminatorio. Fontaine es un gran manipulador, muy inteligente y capaz de envolver hasta a la persona más perspicaz, como el brillante abogado Luc Germon.
Los dos personajes principales están encarnados por Niels Arestrup (Diplomacia, Crónicas diplomáticas) y Patrick Bruel (Lo mejor está por llegar, Una bolsa de canicas), ambos en estado de gracia. Bruel, totalmente creíble como empresario sibilino, tal vez enamorado de su mujer, tal vez con un lazo afectivo hacia Villa Caprice, el palacete adquirido en oscuras circunstancias, tal vez honesto y sentimental, y con un punto de ingenuidad. O un perfecto hipócrita, que no se detiene en nada con tal de alcanzar sus objetivos. Arestrup da perfectamente la imagen del abogado avezado, seguro de sí, y muy solicitado porque no pierde un caso. Un ser solitario en su vida privada, con una relación conflictiva con su anciano padre, del que, sin embargo, se ocupa con solicitud.
El guion tiene un ritmo constante, sin fisuras, con escenas que juegan un poco al despiste, de modo que se mantiene la intriga de principio a fin. Y hasta después de haber visto la película, porque uno se queda pensando, por ejemplo, si cuando Gilles Fontaine, en su avión particular, pregunta a sus colaboradores: “¿Cómo se llama el abogado, el otro?”, qué se ha podido planear en su mente maquiavélica.
Una película con sabor amargo, que deja el ánimo sobrecogido.