FESTIVAL DE VENECIA 2018: Premio mejor actor para Willem Dafoe.
LOCURA E INSPIRACIÓN
Más que un clásico biopic, Van Gogh, a las puertas de la eternidad es un acercamiento poético a la figura del famoso pintor en lo últimos años de su vida, durante su estancia en Arles y en Auvers-sur-Oise. Julian Schnabel, pintor a su vez, además de cineasta, ofrece una reflexión sobre el arte pictórico y la creatividad del artista como búsqueda de la belleza, a través de la persona de Vincent Van Gogh. El film sigue su amistad con Paul Gauguin, su internamiento en hospitales psiquiátricos, la automutilación de su oreja, la relación entrañable con su hermano Theo, el rechazo que sufrió por parte de los habitantes de la zona, la soledad, los momentos de insania y los de exaltación ante la naturaleza… Pero cada una de esas circunstancias, en realidad, son ocasión para asomarse al pozo oscuro del personaje. Todas esas vivencias dejan traslucir sus inquietudes, sus anhelos, sus fantasmas y demonios interiores.
Willem Dafoe lleva a cabo un trabajo magistral encarnando a un personaje tan controvertido, cuya existencia estaba total y exclusivamente entregada a su arte. Pero, además, está secundado por un elenco de secundarios de lujo, con actores como Oscar Isaac (Paul Gauguin), Rupert Friend (Theo Van Gogh), Emmanuelle Seigner (Madame Ginoux), Mathieu Amalric (Dr. Paul Gachet), Mads Mikkelsen (el sacerdote del hospital), etc.
El guion del mismo Julian Schnabel, en colaboración con Jean-Claude Carrière y Louise Kugelberg es original. No resulta nada fácil trasladar a la gran pantalla la esencia de un gesto artístico. Sin embargo hay que reconocerle a Schnabel el mérito de haber conseguido acercarnos la vida y la obra de Vincent Van Gogh de forma sensorial. Utiliza ágilmente los planos detalle hasta llenarnos las pupilas de la pintura del artista y con una gran profusión de planos subjetivos nos hace ver y sentir la belleza de la naturaleza con los ojos y la sensibilidad del mismo Vincent y hasta llegamos a experimentar el arrebatamiento que le llevaba hasta identificarse él mismo con la naturaleza, su principal fuente de inspiración. Quizá, en ese sentido, le falte al film algo más de referencia a la atormentada fe en Dios de Van Gogh, que tanta incidencia tuvo en su obra y en su concepción de la pintura. Un Dios al que le cuesta encontrar en los ámbitos religiosos, pero que reconoce presente en la naturaleza, para él sinónimo de Belleza absoluta. La fotografía de Benoît Delhomme es bellísima y muy acertada la música de Tatiana Lisovkaia para incidir en los estados de ánimo del artista.
Sin embargo, a pesar de tantos aciertos, le película no acaba de ser «redonda». Julian Schnabel abusa de las oscilaciones y vibraciones de cámara para expresar el estupor de Van Gogh y la viveza de su método pictórico, tantas que llegan a ser molestas. Del mismo modo que resulta excesivamente reiterativo el desenfoque de la mitad inferior de la pantalla. Sin duda puede ser un buen recurso para centrarse en la subjetividad del personaje, pero tanta repetición casi anula el resultado.
Con sus muchas luces y sus pocas sombras, la película es muy interesante y recomendable.