El 11 de Marzo de 2011, un poderoso maremoto en la costa este de Japón creó una ola de 15 metros que llegó 10 kilómetros tierra adentro, inundando 560 kilómetros cuadrados, destruyendo más de 200 pueblos costeros y llevándose la vida de más de 19.000 personas. La central nuclear de Fukushima Daiichi también fue sacudida por el tsunami y se produjo una importante fuga de radioactividad. 170.000 personas fueron evacuadas de la región teniendo que abandonar sus hogares a causa de ésta. Hoy en día, la zona sigue inhabitable y aún serán necesarios otros 40 años hasta que la central esté totalmente libre de contaminación.
Cinco años después de la catástrofe, María, una joven alemana, llega a Fukushima con una ONG de payasos, para intentar llevar algo de alegría a algunos supervivientes del desastre nuclear, que todavía viven en refugios de emergencia. Pero en realidad, María está escapando de sí misma, intentando pasar página de un acontecimiento muy doloroso. La realidad con la que se encuentra la supera y tiene que abandonar su trabajo en la ONG, pero no se va de Japón, sino que decide quedarse con la anciana Satomi, la última geisha de Fukushima, que, en contra de la opinión de todo el mundo, ha decidido regresar a su casa en ruinas en la zona de más elevado índice de radioactividad.
La casa de la vieja gheisa está prácticamente destruida, azotada por los vientos que envuelven violentamente a las dos mujeres haciendo su vida muy difícil. María va a ayudarle a reconstruir su hogar y Satomi le enseñará el arte de vida japonés, cómo estar a la mesa y cómo tomar el té. Pero los fantasmas del pasado cobran vida para cercarlas y angustiarlas.
Son dos mujeres radicalmente distintas por su origen, su cultura y sus costumbres, pero ambas llevan sobre su conciencia el peso de una culpa de la que no son capaces de liberarse. La difícil convivencia entre ellas del principio irá derivando en ayuda mutua hasta que consigan, por fin, reconciliarse consigo mismas y estar unidas por una profunda amistad. Las dos protagonistas, Kaori Momoi y Nami Kamata llevan a cabo un trabajo excelente, muy bien enmarcado por Hanno Lentz.
La directora alemana Doris Dörrie nos ofrece una película llena de poesía, con un contenido muy profundo respecto de los remordimientos que oprimen el alma y la liberación por el perdón, sobre el telón de fondo de la radioactividad que, como la culpa no asumida, todo lo destruye sin que aparentemente se note nada. El film oscila entre el documental y la ficción, con un blanco y negro magnífico y una fotografía que por momentos es deslumbrante de belleza.
Tal vez el argumento no acabe de atrapar por su ritmo parsimonioso, pero estamos ante una bellísima obra poética.