HABLAN LOS CENTENNIALS
Jonás Trueba ha trabado una relación «cinematográfica» con un grupo de adolescentes de un Instituto de Madrid, para recoger sus testimonios a lo largo de tres años. En la actualidad, cuando la película ha tocado a su fin, alguno de ellos acaba de entrar en la universidad, pero los más están terminando la ESO o ya cursando bachillerato.
El mismo cineasta reconoce que el «experimento» no tiene valor sociológico general, pues esos chavales se representan solo a sí mismos, no a la mayoría de su generación. Así pues, el valor de la película, más que en ofrecer un perfil de los «centennials», estriba en haber sido para esos chicos una escuela de prácticas de cine. Y hay que reconocer que han aprendido a desenvolverse muy bien ante la cámara.
Son adolescentes y se manifiestan como tales, es decir, con ansias de cambiar el mundo y, en general, sin madurez para poner orden en su propia vida cotidiana. Esa mezcla de ingenuidad e inseguridad, unida al deseo de probar cosas nuevas y a la falta de prudencia a la hora de tomar decisiones, todo ello tan propio de los años de la adolescencia, le proporciona a la película un halo de sinceridad y frescura que es su mejor cualidad.
En algunos momentos, el film parece alejarse de lo estrictamente documental para introducir algún relato de ficción, pero en ningún caso se pierde el ritmo ni la continuidad, pues los chavales se manifiestan siempre con la misma desenvoltura y naturalidad.
Hay algún planteamiento muy interesante, como el de los «mediadores» en caso de conflicto. Los chicos no tienen la madurez suficiente para aportar soluciones, pero los mediadores sí son capaces de tomar una cierta distancia de la situación para verlo con más claridad y hacer todas las preguntas pertinentes para que los interesados acaben teniendo bajo la vista todos los elementos que intervienen, algunos de los cuales podían haberles pasado desapercibidos. Eso les permite plantear bien el problema, lo cual, en muchas ocasiones, es suficiente para encontrar la solución.
Pero otras cuestiones no están tan bien logradas, como el hecho de pensar que el mundo va a cambiar a mejor solo porque alguien proteste y se manifieste, sin implicarse a fondo con un compromiso vital serio.
Se echa de menos la presencia de adultos alrededor de esos chicos. No hay referentes éticos de ningún tipo. Es como si vivieran solos, sin apoyo familiar, abandonados a sí mismos. Sus profesores parecen ocuparse de su nivel de conocimientos, pero no de su formación humana. Y uno se pregunta quién los protege, quién los controla y, sobre todo, quién se preocupa de educarlos. En ese sentido, el panorama es desolador.
Es una película muy agradable de ver, con la que muchos jóvenes disfrutarán, sin duda. Pero tiene un serio inconveniente: un metraje de 2 horas y 40 minutos es una exageración. Trueba le ha introducido dos cortes de cinco minutos para que el espectador pueda descansar, pero aun y así, resulta desmesurada. Tal vez habría sido más sensato darle forma de serie. Saldrían cuatro capítulos largos, de hasta 40 minutos cada uno.