[Crítica cedida por Pantalla90]
NUESTRAS RAÍCES
En Mongolia, en plena estepa, Erdene trabaja como mecánico y vende, en el mercado, el queso de cabra que elabora Zaya, su bellísima esposa, mientras esta se ocupa del ganado y le enseña las artes del pastoreo a su hijita Altaa. El hijo mayor, Amra, un espabilado preadolescente, va a la escuela, siempre acompañado por su padre al que está muy unido, y sueña con ser seleccionado para el programa de televisión “Got Talent Mongolia”. Es una familia feliz en su yurta y en sus tierras.
Pero la apacible vida de la comunidad de mongoles se ve alterada por la llegada de empresas mineras que buscan oro en la tierra. Para sus prospecciones, desvían el curso del río, y con ello se secan los acuíferos, que se nutrían de las infiltraciones de ese río. En un principio, los nómadas, liderados por Erdene, se oponen a la presencia de los mineros, porque tampoco creen en sus promesas de cuidar y reconstruir la estepa. Pero la presión es tan fuerte y la necesidad de dinero tan urgente que, poco a poco, muchos van cediendo y aceptando la indemnización que se les ofrece por ceder sus tierras, abandonar sus casas y marcharse a otro lugar.
Una tragedia familiar da al traste con la vida sosegada de Amra, sus sueños y expectativas. Roto de dolor y lleno de amor a su familia, asume una responsabilidad para la que le falta todavía madurez y le sobra entusiasmo.
No es la primera vez que el cine nos muestra la oposición entra las empresas ebrias de beneficios y los pobres de la tierra, que sobreviven gracias a sus cosechas y pequeños rebaños. Pero están en contacto íntimo con una tierra de la que forman parte, que constituye su hogar y sus raíces. Sin embargo, en la película Queso de cabra y té con sal, la cadencia de la lengua mongola (es muy recomendable ver la película en versión original, subtitulada para quienes no conozcan ese idioma) y las vivencias del personaje entrañable de Amra le proporcionan a ese combate político y cultural un aliento poético y una calidez humana que conmueven hasta lo más profundo.
Lo más impresionante de la cinta es la inmensa belleza de las imágenes de la naturaleza y de los personajes que forman parte de ella como un elemento más. Los seres humanos, las plantas, las ovejas y cabras, los caballos, el árbol sagrado, la tierra de oro y el cielo protector constituyen un universo idílico indivisible, que las máquinas traídas por capitalistas ambiciosos y sin escrúpulos alteran y desfiguran. El gran acierto de Byambasuren Davaa, directora de cintas como La historia del camello que llora y de El perro mongol, es impregnar su relato de poesía sin ninguna connotación maniqueísta. Incluso las poblaciones nómadas, tan preocupadas por preservar sus tradiciones y su modo de vida, acaban aceptando los tiempos modernos que pueden ofrecerles mayor seguridad y una cierta riqueza. Al final, su vida bucólica no tiene la misma fuerza de atracción que la modernidad de la ciudad y lo que les puede ofrecer. Esa batalla íntima, en el corazón de los mongoles, es el eje de una película fascinante que intenta reconciliar la tradición y el progreso.
Bat-Ireedui Batmunkh hace una gran trabajo como el pequeño Amra y, a través de su personaje, el espectador puede penetrar en el núcleo de una familia llena de amor, abierta a los afectos -amigos, familiares, escuela...- y al compromiso por el bien común.
Una película bellísima, muy pausada como corresponde a una visión poética del entorno y de la vida, y llena de amor y valores humanos.