[Crítica cedida por Pantalla90]
MADRES E HIJAS
En Valldemossa, un pequeño pueblo de calles estrechas y empinadas, en el valle mallorquín de la Sierra de Tramontana, a 17 km de Palma de Mallorca, la capital de la Isla, y a 8 del maravilloso puerto pesquero de Valldemossa, dos hermanas, Anna y Marina, se dan cita para recibir en herencia la casa y el negocio de una panadería que les ha dejado Lola Molí, una misteriosa mujer a la que creen no conocer. Hacía catorce años que las dos hermanas estaban distanciadas y ha tenido que ser una circunstancia tan extraña como esa inexplicable herencia lo que las haya reunido de nuevo.
Anna, la mayor, ha llevado una vida convencional y acomodada, propia de clase social alta, junto a Armando, su marido, un hombre egoísta y violento al que hace tiempo dejó de amar. Tienen una hija de catorce años, rebelde, conflictiva y mala estudiante. Los negocios de Armando se han ido al traste y ahora están totalmente arruinados. Vender el edificio de la panadería sería la única solución. Pero Marina no parece dispuesta a colaborar.
Marina, la pequeña, fue enviada a estudiar a Estados Unidos, primero bachillerato y luego la carrera de medicina y la especialidad de ginecología en una de las universidades más prestigiosas del país. Pero ella no lo vivió como una oportunidad sino como un doloroso destierro. Ahora ejerce como médico en Etiopía, en una ONG de Cooperación Internacional, junto con Mathias, su compañero en la vida y en el trabajo. Está empeñada en indagar sobre la vida y la persona de Lola hasta llegar a saber por qué esa desconocida les legó sus propiedades a ella y a su hermana. Para ello, se instala en la casa de Valldemossa, y empieza a moverse en el círculo de amigos de quien fuera la panadera.
Benito Zambrano, el director, es también el responsable del guion, junto con Cristina Campos, en cuya novela, Pan de limón con semillas de amapola, se han basado. Una novela y una película son cosas distintas, utilizan lenguajes diferentes y, por tanto, nunca es muy adecuada la comparación. Llevar una obra literaria al cine supone, ante todo, que el cineasta se la hace suya, la ingiere y la digiere, hasta poder dejar de lado el original y centrarse en el nuevo relato que quiere expresar en lenguaje cinematográfico.
Esto supone condensar la historia, manteniendo solo lo esencial; eliminar subtramas, como la relación de Anna con su amante y la de Anita con su amiga alemana; modificar personajes y situaciones, como el cáncer de mama que sufre Anna en la novela, que adquiere otras características en la película y pasa a ser un elemento más de la “toxicidad” del personaje masculino. O también el hecho de que, en el orfanato en Kenia, introduce la presencia de unas religiosas misioneras, que entregan su vida para ayudar a quienes más lo necesitan y, con su bondad y su sonrisa, llenan el lugar de amor y de luz. En sentido negativo, Zambrano incluye una muy discutible exaltación del consumo de marihuana (que en la novela aparece tan justificado como podría ser la morfina para un dolor insoportable) y de la eutanasia (que no aparece en el libro de Campos).
En la película aparecen algunos temas muy interesantes, tal vez solo esbozados, pero de forma tan potente que se quedan en la retina del espectador invitándolo a la reflexión. Uno es la mujer, su capacidad de crecerse por encima de su vulnerabilidad, de sacudirse las presiones y las opresiones y volar libre, dueña de su propio destino. En relación con ello, aflora también la maternidad, como un instinto natural de amor y donación, que, a veces, puede permanecer dormido hasta que lo reaviva una circunstancia concreta, como la huerfanita keniana, y que no siempre es un impulso biológico, puede también ser espiritual, aunque con la misma carga de entrega y ternura, como las monjas que regentan el orfanato.
Otro tema es la familia, la verdadera familia, como refugio y ámbito de referencia; un espacio en el que se te espera, en el que poder recalar para descansar el alma; un lugar en el que se te ama sencillamente por ser quien eres. Es la añoranza de Marina y la nostalgia de Anna, que acaban resolviéndose con los lazos de amor que se entretejen alrededor de ese obrador donde, por fin, se halla el punto exacto a sus vidas y al pan de limón con semillas de amapola.
La cámara de Zambrano es una narradora que no olvida ni el más mínimo detalle y nos transmite el dolor y la soledad, la ternura y el encuentro, la amistad y el amor, tantos sentimientos que nos llegan al corazón envueltos en el confortable olor a pan caliente.
Uno de los elementos más definitivos de la película son las interpretaciones de los personajes femeninos, Eva Martín y Elia Galera, unas magníficas protagonistas; Marilú Marini, extraordinaria como la vecina argentina; y Claudia Faci, la gruñona Catalina con acento mallorquín, paradigma de amistad y fidelidad, merecería todos los laureles y reconocimientos por su trabajo impecable. Completan el buen trabajo la joven Mariona Pagès, en el personaje de Anita; Tommy Schlesser, el entrañable Mathias; y Pere Arquillué dando vida al desagradable Armando, sin caer nunca en la exageración.
Una película interesante, conmovedora, llena de valores, que demuestra, una vez más, la gran calidad del director español Benito Zambrano.