[Crítica cedida por Pantalla90] La película de Agustín Díaz Yanes, inspirada en las acciones de los exploradores españoles Lope de Aguirre y Vasco Núñez de Balboa, está basada en un relato inédito de Arturo Pérez Reverte. Sitúa la acción en las Indias, en el año de 1538, cuando una expedición de una treintena de hombres y dos mujeres avanzan a través de la selva amazónica en busca de una mítica ciudad que, según se creía, estaba hecha completamente de oro, arrostrando los ataques de los indios y perseguidos de cerca por un grupo de soldados españoles que pretenden eliminarlos por orden del Virrey.
La voz en off de un cronista nos va describiendo una realidad paralela, que no aparece en la pantalla. Así, a lo largo de toda la historia, la crónica escrita irá narrando un relato con tintes épicos que poco tiene que ver con las miserias humanas de ambición, crueldad, falsedad y traición que tienen lugar entre los expedicionarios. Explica que, aunque los hombres tenían constantes rencillas y disputas entre ellos según las regiones españolas de procedencia, ante la presencia del enemigo común -los indios-, se comportaban como soldados y se unían como una piña. Lo primero, la violencia gratuita, es una constante en el film; de la solidaridad y la grandeza de miras sólo tenemos noticia por la voz del escribano. ¿Se nos quiere transmitir que las «Crónicas de Indias» que han llegado hasta nosotros no tienen rigor histórico?
No hay épica, ni por supuesto héroes, en la expedición, sólo un puñado de seres ambiciosos carentes de todo sentido ético. Esa mirada amarga, tan negra como la leyenda que evoca, no niega el valor a los hombres, pero excluye cualquier otra motivación que no sea el interés personal y la seducción por el oro, con total ausencia de escrúpulos si hace falta matar a un compañero. Más que por las flechas o los dardos envenados de los indios, el grupo es diezmado por la violencia extrema con la que se degüellan entre ellos. Es como una nueva versión de la leyenda negra, porque no son víctimas los indios inocentes y verdugos los españoles. En este caso, víctimas y verdugos son los mismos españoles, impulsados por la ambición y la lujuria.
La fotografía es bellísima, con unos paisajes impresionantes. La música de Javier Limón parece querer identificar la película de Díaz Yanes con La misión de Roland Joffé, a partir de unas notas que remiten al inicio de la partitura de Ennio Morricone. Pero lo que consigue es una comparación entre ambas cintas y sus respectivas bandas sonoras. El resultado es penoso. Llama la atención la falta de rigor lingüístico cuando se utilizan las formas verbales propias del «usted» en lugar del «vos» en la primera mitad del siglo XVI, pero, sobre todo, choca el apartado del maquillaje, por ejemplo en doña Ana, la joven y hermosa esposa de Batzán, que conserva sus vestidos impecables, su cara limpia y su melena espectacular a lo largo de los días pesar de las condiciones en que se desenvuelven.
El trabajo actoral es francamente bueno, si bien los personajes que encarnan no son creíbles, carecen de consistencia, empezando por el anciano jefe, don Gonzalo Batzán, un auténtico pelele ninguneado por su alférez, incapaz de ejercer su autoridad salvo para ordenar que le den garrote al soldado que le resulta incómodo. Sólo el sargento, al que da vida José Coronado, parece tener algo de entidad, pero en medio de ese grupo queda totalmente difuminado. Referencia aparte merece el personaje del dominico, que representa la acción evangelizadora en la gesta española. El padre Vargas es un fanático, despreciado y odiado por todos, un inútil más tonto que malo. A eso se deja reducido en la película lo que fue y supuso la evangelización del Nuevo Mundo: fanatismo, carencia de inteligencia y falta de bondad. Es una mirada muy sesgada y alejada de lo que fue la historia.
La acción no avanza, sólo se repiten una y otra vez las mismas escenas de violencia. No es de extrañar que la película acabe haciéndose larga y aburrida, hasta que la última escena, con el soldado tomando posesión del mar océano y de sus playas en nombre del Emperador, resulte tan patética que hasta provoque la risa del sufrido espectador.