La película empieza en el Madrid de hoy. D. Arturo, un hombre iracundo y amargado, confinado en la cama, recibe con improperios a Sor Inés, Sierva de María, quien acude a su casa para cuidarlo. La primera noche de vela, a petición de Olga, la hija del enfermo, la religiosa empieza la lectura en voz alta del libro de la vida de su madre fundadora. Noche tras noche, junto al lecho del desabrido paciente, Sor Inés continúa desgranando los capítulos de la biografía de la Madre Soledad.
La historia arranca desde los comienzos de la vocación religiosa de Bibiana Antonia Manuela Torres Acosta, hija de unos humildes lecheros del castizo barrio madrileño de Chamberí, y nos va acercando toda la humanidad y la calidez del personaje, que describe la llamada como algo dulce y profundo en su corazón: «Tanto hablar con la madre, me acabé enamorando del hijo». Manuel, el padre, se opone a que su Manolita «se meta a monja», pero es un buen hombre que ama entrañablemente a su hija y no tarda en ablandarse, ante la mirada tierna y burlona de su mujer, quien, a la vista de un pedido de quesos que Manuel va llevar a un misterioso «nuevo cliente», le dice con humor: «Y de paso le das recuerdos. Le dices que la echamos de menos».
La joven Manuela va buscando dónde dar respuesta a la llamada a la vida religiosa, pero sólo encuentra dificultades en el camino. Contra todo pronóstico, el padre Miguel Martínez la llama para formar parte de una nueva fundación con la misión de atender por la noche a los enfermos necesitados, y en 1851, a los veinticinco años, Manuela cumple su deseo de tomar los hábitos y adopta el nombre de María Soledad. Los primeros años fueron muy recios y todo parecía apuntar a la desaparición de la congregación. Pero la madre Soledad no dejó nunca de encontrar en la oración la fuerza necesaria para no reblar y seguir adelante sorteando toda suerte de turbulencias.
La madre Soledad falleció en 1887 y fue canonizada por Pablo VI en 1970.
La historia está muy bien enmarcada en la convulsa situación de España a mitades del siglo XIX, aludiendo a los trágicos enfrentamientos durante la llamada revolución de 1854, al ambiente anticlerical y la desamortización de Madoz de 1855. Aparece también la entrevista de la Madre Soledad con Isabel II en 1857, que supuso el apoyo de la Reina a la congregación, cuando el cardenal de Toledo estaba a punto de suprimirla. Pero, lo que realmente interesa a los guionistas no es dejar constancia pormenorizada de los acontecimientos históricos, sino cómo los vivió el personaje, su inusitada fuerza interior para salvar cualquier obstáculo y conseguir llevar adelante una frágil congregación que sin embargo –estaba totalmente convencida de ello– era voluntad de Dios.
Como ya hicieran en Poveda, los guionistas presentan una narración en dos tiempos. Sin embargo, en esta película, la época actual no es un simple recurso para poner de relieve la auténtica historia de la película. En Luz de Soledad, los sucesivos flashbacks alternados con una situación actual tienen un hondo significado: los episodios conmovedores y apasionantes de los primeros años de la Congregación de las Siervas de María no son meras anécdotas de una época pasada, sino que constituyen la crónica de la formación de una obra de Dios cuyos miembros siguen hoy siendo portadoras del amor efectivo y sublime con que Dios ama a los enfermos, tal como reza en sus Constituciones. El carisma fundacional sigue siendo el mismo en pleno siglo XXI: Una Sierva de María ve en el enfermo del rostro de Cristo doliente.
No se omiten las debilidades en las personas del entorno de la madre, tanto en sacerdotes que supusieron una rémora para el grupo de esforzadas religiosas, como las deserciones o las envidias de algunas monjas. Todos seres humanos con su grandeza y sus miserias, que causaron hondo dolor en la fundadora, pero también le marcaron el sendero de la santidad.
Pablo Moreno nos ofrece una muy buena película. Con lo que se demuestra que la calidad de una obra no estriba en el presupuesto sino en el arte y el buen trabajo del autor. El guión está muy bien elaborado, el ritmo es ágil, la cámara, certeramente manejada, es capaz de penetrar hasta los más íntimo de los personajes, y el resultado es una historia interesantísima que mantiene la atención del espectador de principio a fin. Incluso los momentos que podrían prestarse a la emoción fácil están llevados con contención y elegancia, sin caer en lo melodramático. Sin olvidar la fotografía de Rubén D. Ortega y la magnífica banda sonora de Óscar Martín Leanizbarrutia. Un auténtico regalo para la vista y el oído.
El reparto está extraordinario. Laura Contreras, la protagonista, nos ofrece una madre Soledad perfecta, que transmite, a veces sólo con la mirada, toda la fuerza interior que le brota de su confianza inquebrantable en la ayuda de Dios, pero también sus angustias por la situación, las defecciones, las flaquezas y el dolor de su entorno. Susana Sucena, como Sor Inés, la monja que atiende a un enfermo en la actualidad, sabe reflejar la paz y el amor que llevan consigo las Siervas de María. Los restantes actores también llevan a cabo un gran trabajo: Lolita Flores como Antonia, la madre, Carlos Cañas, el padre Miguel, Elena Furiase, la conflictiva sor Magdalena, Antonio Castro, el padre… Todos sin excepción. Incluido quien ha decidido permanecer en el anonimato y no ha querido ni aparecer en los créditos. Un gran reparto que lleva a cabo un trabajo impecable.
Hay que felicitar a Goya producciones por esta nueva aventura de llevar a la gran pantalla una película muy bien realizada, agradable de ver y susceptible de gustar a cualquier persona capaz de valorar el bien, aunque no se dé en el ámbito de sus creencias. Pero también el testimonio de una página viva de la historia del seguimiento de Cristo escrita con tinta de amor y signos de fraternidad.