EL HOMBRE SIGUIÓ SOÑANDO A LA MUJER
En la mítica película Un hombre y una mujer, Anne y Jean-Louis, ella script de cine y el piloto de carreras, vivieron una intensa historia de amor. Tuvieron a su alcance una segunda oportunidad magnífica, pero la perdieron absurdamente. Hoy, más de cincuenta años después, el Alzheimer empieza a hacer estragos en la memoria de Jean-Louis Duroc, ingresado en una residencia especializada. Su hijo Antoine busca a Anne Gauthier, el gran amor de su padre, a la que sigue recordando de manera obsesiva. Es su mejor recuerdo, el único que se resiste a desaparecer de los últimos reductos de su memoria. Antoine piensa que la presencia de esa mujer puede ser muy estimulante para el anciano. Así las vidas de ese hombre y esa mujer que tanto se amaron 50 años atrás vuelven a cruzarse y el tiempo se para en la dulce y suave felicidad de un hoy sin mañana.
Tras esa breve introducción, la trama de la película se estructura sobre los encuentros y los diálogos de los viejos amantes, que avanzan en una doble temporalidad, 1966 y 2019. El intervalo de medio siglo que separa esas fechas desaparece, está vacío, no tiene importancia. Estaban separados y vuelven a estar juntos. En el reencuentro, Jean-Louis no reconoce a Anne, pero algo muy profundo en el corazón le hace vibrar con el rostro de esa mujer desconocida, su expresión, el gesto de apartarse el pelo de la cara… La mente no alcanza a rescatarla del olvido, pero el corazón sabe que es ella.
Son diálogos espontáneos, se diría que improvisados, sin artificios, llenos de emoción y ternura. Claude Lelouch se acerca a los rostros de los personajes que se adueñan, uno a uno, de la pantalla. Trintignant frágil y envejecido, Anouk Aimée todavía hermosa en su vejez. Pero “siempre se está guapo cuando se está enamorado” se dicen los personajes. Y ellos mismos dan fe: la mirada de Anne, llena de amor y con una ligera chispa de picardía y humor, sigue dejando embelesados a Jean-Louis y al espectador, mientras que la sonrisa de Jean-Louis (Trintignant o Duroc, que da lo mismo) es todavía capaz de cautivar a una mujer. Y cuando recita, con su voz, grave y armoniosa, se detiene la respiración de quien lo escucha, Anne y el espectador.
Lelouch juega hábilmente con los dos tiempos y los dos encuentros de amor: el de juventud, impetuoso y apasionado; el de la ancianidad, sereno y lleno de ternura. Nos traslada de uno a otro alternando fragmentos de la antigua película con las imágenes actuales. Incluso introduce su cortometraje C’était un rendez-vous, rodado en 1976, que mostraba cómo un coche cruzaba París de noche a gran velocidad, saltándose semáforos y sin respetar ninguna señalización. Encaja perfectamente con el hilo argumental del joven piloto Jean-Louis Duroc que va a reunirse con su amada Anne, pero, además, tiene una clara carga simbólica: la juventud se entrega irreflexivamente a la velocidad, sin preguntarse si merece la pena correr tanto. Y, tal vez, cuando uno se pregunte qué es lo que realmente merece ser vivido, la respuesta ya no tenga mucho sentido porque el pasado se fue y el futuro no existe. O quizás sí, porque el presente es lo único que realmente tenemos y vivirlo con intensidad es un arte posible a cualquier edad. Ahí están los viejos amantes para demostrarlo.
Claude Lelouche, a sus 81 años, sigue siendo un director extraordinario que nos ofrece una película magnífica, con una banda sonora tan inolvidable como la vieja Da-bada-bada. Francis Lai, autor de la música de Un hombre y una mujer, retomó el viejo tema para combinarlo con el nuevo de Les plus belles années d’une vie. Él mismo sugirió a Calogero para orquestar el tema, pero falleció antes del estreno de la película. Nicole Croisille y Calogero interpretan la canción, hermosísima, llena de nostalgia y dulzura, entrelazada, cómo no, con el da-bada-bada, que el público tararea de inmediato.
Jean-Louis Trintignant y Anouk Aimée gozan de la inmortalidad de los dioses del olimpo del cine, y siguen siendo dos grandísimos actores, a pesar de los surcos que han dejado los años y las vivencias. Sus personajes ancianos no tienen la frescura de hace medio siglo, pero sí irradian la misma magia. Souad Amidou y Antoine Sire, los mismos que encarnaron a los pequeños Antoine Duroc y Françoise Gauthier, dan ahora vida a los mismos personajes, 50 años después. Su final es, sencillamente, un pequeño regalo para la imaginación. La breve aparición de Monica Bellucci deja con deseos de más, tan bien está como Elena, la hija italiana de Jean-Louis. Marianne Denicourt, la responsable de la residencia, es una auténtica delicia.
Una historia romántica, con el regusto nostálgico de una película mítica.