DEL AMOR A LA VIDA A DAR VIDA POR AMOR
[Crítica cedida por Pantalla 90] Liu Yaoun y Wang Liyun son un matrimonio feliz. Viven austeramente, como no podía ser de otro modo en la China de los años 80 del pasado siglo. Pero su hogar es un remanso de paz y amor, donde se sienten totalmente colmados con su hijo querido. Sin embargo, un dramático acontecimiento quebrará su paz para siempre.
La primera escena, bellísima, nos sitúa al borde de un lago; dos niños están sentados hablando frente al agua; la cámara nos traslada después a una comida familiar en casa de Yaoun y Liyun y de nuevo regresamos junto al lago, donde se comprende que ha sucedido una terrible desgracia. Este principio, con sus saltos, anuncia el juego de distintos tiempos que estructuran el guion.
La narración sigue los esfuerzos de Yaoun y Liyun por recuperar su vida después del trauma sufrido. Sus cambios a lo largo de 40 años, con los surcos que van minando sus rostros y el peso que va doblando su espalda y su energía, van entrelazándose con la evolución de la China, desde la década de 1980, con un sistema totalmente planificado, hasta nuestros días, con una cierta economía de mercado. La historia es, pues, sencilla, en el sentido de que muestra un sentimiento tan fácilmente comprensible como la muerte de un hijo. Es fácil identificarse con esos padres y entender que 40 años, por muy llenos de acontecimientos que puedan estar, no son suficientes para paliar ese dolor. Pero, al mismo tiempo, el proceso de sus vidas es muy complejo porque aparece, no solo coincidente en el tiempo, sino totalmente entreverado con la oprimente situación social y política de China. De tal modo que el decurso del tiempo tiene una especial relevancia, en la evolución de los personajes y También de su entorno, lugares en que se mueven y relaciones humanas, como los cambios profundos en el país, desde la rígida prohibición de más de un hijo por familia a una cierta flexibilidad; las separaciones, rupturas y reencuentros; los ciclos familiares y sociales que se renuevan.
Los tiempos se van alternando y superponiendo sin solución de continuidad. El dolor o la reacción de hoy nos retrotrae a un acontecimiento del pasado, y escenas muy breves de ayer, apenas una dolorosa pincelada solo sugerida, cobra su sentido en un salto temporal. El film contempla solo los instantes decisivos en la vida de Yaoun y Liyun, yendo y volviendo en el tiempo. El hilo conductor no es el tiempo lineal, sino los sentimientos, ocultos púdicamente bajo un velo de discreción. En algún momento, el espectador puede sentirse perdido, pero, paulatinamente, intimidad de los personajes y sentido de las acciones se van iluminando. Al final, todo aparece nítido en su profundidad humana y su belleza interior.
Wang Xiaoshuai no muestra directamente el dolor inmenso que impregna los corazones de la pareja protagonista, deja que sea el espectador quien lo deduzca. El amor y el sufrimiento están contenidos, son aceptados como irremediables y los personajes conviven en paz con ellos, ya con resignación, ya con recurso al alcohol para olvidar la herida y la soledad.
El pudor y la delicadeza de la primera escena en sus tres ubicaciones se prolonga a lo largo de todo el relato. En el mismo tono de elegante discreción y de belleza estética llena de sentido, un simple objeto, como una botella oportunamente situada, es suficiente para que el espectador se haga cargo del alcoholismo en que ha caído Yaoujun, o una simple mirada de Liyun nos hace comprender la violencia del Estado sobre esa pobre madre ansiosa de vida.
Además del excelente trabajo de Wang Jing-chun y de Yong Mei, todos los actores están muy bien, a lo que hay que añadir una fotografía magnífica. El metraje, con sus 185 m., resulta excesivo, pero la película es tan buena y tan hermosa, que esos minutos de más se le pueden perdonar.