Provenza francesa. Años 50. Gabrielle, hija de propietarios de extensos campos de lavanda, es considerada loca por la extraña actitud de distancia que adopta ante todo el mundo, incluida su familia. No se comunica prácticamente con nadie, pero, en el fondo, siente profundos deseos de amar y ser amada por un hombre -lo que ella llama «la cosa principal»- y proyecta esa sed de afecto y sexo en el maestro del pueblo. Seguramente porque es el único hombre con el que habla
Para evitar ser encerrada en una casa de salud mental, acepta una boda arreglada por su madre con José Rabascall, un temporero español, taciturno pero buena persona, que lleva tiempo fascinado por la enigmática belleza de Gabriela. Un tratamiento en un balneario de los Alpes la aleja temporalmente de su casa -que vive como una cárcel- y su marido, al que no ama. Allí conoce a André Sauvage, un teniente herido de la guerra de Indochina y de nuevo sus delirios de sensualidad toman la figura concreta de un hombre. Gabriela proyecta en ese hombre idealizado todos sus deseos reprimidos y sus frustraciones. Por fin ha encontrado «la cosa principal». La pasión y la esperanza renacen en su vida.
El título original es traducción directa de la obra de la escritora italiana Milena Agus Mal di pietre, que adaptan Fieschi y Garcia para el guion. Sin embargo parece mucho más oportuno el título español El sueño de Gabrielle. La película es una historia de amor y locura -si se puede considerar amor estar enamorado del amor, como un adolescente-. Pero no nos engañemos, no se trata de «locura de amor», no es la pasión la que provoca la insania, sino que es ésta la que produce las elucubraciones.
La estructura en flashback, aunque no tenga nada de original ni innovador, resulta oportuna para mostrar de forma rápida, el ambiente de dura incomprensión y de prejuicios arcaicos en el que creció Gabriela, estigmatizada por su desequilibrio mental. En ese ir y venir en el tiempo, hay que llegar al final de la película para captar no sólo el desenlace, sino incluso el fondo del tormento que ha atenazado a esa mujer a lo largo de su vida.
Nicole Garcia se inclina por un cine de corte clásico, muy bien secundada por el equipo técnico y por el elenco, que realizan un gran trabajo. La fotografía de Christophe Beaucarne juega hábilmente con los contrastes de luz entre los colores del paisaje nevado de los Alpes y sus cielos grises, y los tonos azules y dorados del sur, en el campo o junto al mar brillante, a los que la música de Daniel Pemberton aporta un suave lirismo. Marion Cottilard ofrece uno de los mejores papeles de su vida, y Alex Brendemülh y Louis Garrel, como José, el marido mártir, y André Sauvage, el teniente francés, respectivamente, realizan, a su vez, un gran trabajo.
A los personajes les falta lógica interna, si exceptuamos al militar, que conoce la gravedad de sus lesiones. Pero ni a la madre le vemos una expresión que deje traslucir algún sentimiento, ni podemos colegir qué sucede tras el hermetismo de José. Todo resulta demasiado comedido en el film. Incluso los temporeros, cuando vuelven de la jornada de trabajo en el campo, aparecen perfectamente aseados y sin rastro de sudor ni cansancio en el rostro. En cuanto a la protagonista, sólo una inconmensurable Cotillard le puede dar credibilidad al personaje a pesar de la ambigüedad entre locura y rebeldía, libertad para decidir o total dependencia de su patología.
El desenlace es lo mejor de la película, pero no constituye una clave que permita que encajen todas las piezas que estaban sueltas en la historia. Es el dato que faltaba para captar el sentido de la trama. Está bien, pero llega a destiempo.