BAILAR EL OTOÑO DE LA VIDA
Una fiesta en casa de los Abbot. El marido, recién jubilado, acaba de recibir el título de Lord. Emocionado, ofrece el brindis a su amada esposa Sandra, la compañera fiel durante cuarenta años, quien, con olvido de sí misma, ha dedicado su tiempo y su esfuerzo a apoyarlo siempre. Pero, en el curso de la misma celebración, Sandra descubre que su marido tiene una aventura con su mejor amiga. Indignada, monta una escena delante de todos los invitados, se va dando un portazo y se dirige a casa de su hermana Bif, que vive en un modesto barrio de Londres. El cambio es deprimente para ella, acostumbrada a un alto nivel de vida, y, sobre todo, por lo que le supone pensar que ha malgastado esos años con un hombre que ha acabado traicionándola. También, al principio, le cuesta adaptarse la vida bohemia de Bif y sus desconcertantes amigos.
Con este planteamiento, la película podría haber sido una comedia ligera y divertida. Pero, aunque arranca bien, el argumento es endeble, el desarrollo carece de consistencia y el desenlace es previsible y tan soso como el resto. El problema es que aparecen diversos temas humanos de hondo calado (el adulterio, el rencor, el perdón, las relaciones filiales, las diferencias sociales, los amores y las aventuras en la tercera edad…), ninguno de los cuales es tratado con un mínimo rigor. En realidad toda la trama gira en torno al sentido de la vida, que parece limitarse a pasarlo lo mejor posible mientras se pueda. En este sentido está bien logrado el título español, «Bailar la vida». El baile es una terapia, que permite establecer relaciones mientras se deslizan agradablemente, disfrutando del ritmo y olvidando los problemas. Como oferta de vida, la verdad es que da poco de sí.
Richard Loncraine es un buen director («Ático sin ascensor») y es capaz de llevar con buen pulso incluso un hilo argumental tan insulso, y el reparto es tan magnífico que saca adelante unos personajes tan poco consistentes. La película permite pasar el rato, sin más.