NECESIDAD DE LA FIGURA PATERNA
Andrea es una chica de quince años que vive en Cádiz con su madre y sus dos hermanos pequeños Fidel y Tomás. La madre trabaja hasta muy tarde para sacar la familia adelante, pues el padre se ha desentendido totalmente de ellos. Así que es Andrea quien lleva a sus hermanos al colegio antes de ir al instituto, por la tarde los recoge de nuevo, los lleva a los columpios, les da la merienda, les controla los deberes, les da la cena y los acuesta.
Es una niña más bien solitaria, con un pequeño rictus de amargura casi permanente. Es responsable y equilibrada, pero no es una niña feliz. Echa de menos la figura paterna en sus vidas, en la suya y en la de sus hermanos. Añora poder contar con un padre –no solo una madre– que los quiera, porque lo siente necesario para su desarrollo personal.
No sabe nada del motivo de sus padres para divorciarse y su madre jamás ha querido contarle qué pasó, ni tampoco comprende el ansia de Andrea por ver a su padre y entablar una relación con él, le parece como si la estuviera rechazando o traicionando a ella. Pero no es eso, Andrea necesita sus raíces completas y sus referentes íntegros: su madre y su padre.
A pesar de ser muy responsable en los estudios, algún día hace novillos al instituto para tumbarse sobre la arena, en la Caleta, y leer su inseparable libro Juan Salvador Gaviota, que un día le regaló su padre. A veces se queda mirando las gaviotas revolotear por encima de ella, intentando adivinar por qué le dio ese libro, si acaso la identificaba a ella con el personaje, si quería decirle algo o darle algún consejo. El libro tiene una gran importancia simbólica en la historia: la madre no comprende cómo no se cansa de leer lo mismo una y mil veces, sin darse cuenta de que una y mil veces necesita convencerse de que su padre se lo compró porque la quería, de que pensaba en ella y de que, aunque fuera indirectamente, le daba consejos para la vida. Precisamente una de las preguntas que Andrea guarda para hacerle a su progenitor cuando por fin pueda hablar con él es por qué se lo regaló. Pero a veces, en la vida, la magia de las preguntas se estrella contra la cruda realidad de las respuestas.
Manuel Martín Cuenca nos trae una película sencilla, sin actores renombrados, pero con un guion magnífico. Todo en él tiene su sentido, la lentitud del principio hasta que el espectador entienda de qué va la historia, nos transmite la atmósfera monótona en la que respira esa niña sensible, inteligente y sensata. Los silencios ante las broncas de la madre expresan mejor que con palabras cómo la quiere y está dispuesta a seguir con sus responsabilidades en la familia, pero echa de menos eso justamente, una familia.
El planteamiento es original, en el sentido de que no se centra en la ruptura del matrimonio (de hecho, el espectador acaba sabiendo algo, pero no todo, aunque parece que fue sencillamente que la relación se agotó). Pone el foco en los hijos, heridos por la familia deshecha y privados del derecho natural de tener con ellos la sombra de una figura paterna que los cubra y los proteja, un padre leal con los que tiene debajo, como dice el profesor.
No es un dramón ni tampoco una historia de buenos y malos, sino algo muy cotidiano en nuestro tiempo: dos inmaduros que solo prestan atención a sus sentimientos y sus apetencias o impulsos, en lugar de poner en primer plano el bienestar afectivo de los hijos que han traído al mundo. Son personas normales que han perdido la referencia de los valores que implica formar una familia (responsabilidad, compromiso, generosidad, entrega personal y, sobre todo, mucho amor) y por eso sus hijos van a la deriva.
La película está rodada el localizaciones reales de Cádiz –la Alameda, la Caleta, el barrio de la Viña...–, de una luz y una belleza extraordinarios, que dan muy bien la sensación de cercanía que le corresponde a una historia tan íntima y familiar. La acción coge ritmo y mantiene al espectador en tensión esperando el desenlace.
Todo el elenco de actores hace un trabajo magnífico, pero la jovencísima Lupe Mateo Barredo, encarnando a Andrea con toda naturalidad, está inconmensurable. Una película muy bien hecha, con buen pulso del director, preciosa fotografía. Y sobre todo, muy valiente.
Martín Cuenca es muy valiente al traer un tema humano tan incómodo en nuestra sociedad, marcada por el hedonismo y la frivolidad en cuestiones familiares y filiales. Los niños necesitan un hogar con un padre y una madre y cada mitad es insustituible. Ellos son las principales víctimas de las familias rotas.
Las manos de Andrea y Abel que se entrelazan soñando en el futuro son un gesto de esperanza de que las cosas pueden hacerse mejor y ellos así lo harán.