[Crítica cedida por Pantalla90]
UNA VIDA DE MUERTE
Japón, en un futuro cercano. El envejecimiento de la población está dejando a los jóvenes en situación de desventaja. Ante esta realidad, el Gobierno estima que los mayores suponen una gran carga inútil para la sociedad y lo mejor es eliminarlos. Para ello, lanza el llamado Plan 75, que ofrece a los ancianos de 75 años en adelante unos «premios» económicos para disfrutar de sus últimos días a cambio de que accedan a someterse a un tratamiento de muerte. Más adelante, el Gobierno anunciará incluso que modifica el programa para rebajar la edad de la muerte asistida a los 65 años.
En el ámbito de una sociedad salvajemente capitalista, los ancianos, considerados meros objetos inútiles e incómodos que deben ser eliminados y relegados a la soledad, se ven obligados a realizar trabajos ocasionales para poder sobrevivir en una estructura social en la que estorban. En esa sociedad distópica, tres personajes ofrecen, por lo menos, el beneficio de una ligera sombra de esperanza en el hombre: Michi, una anciana, que apenas si tiene ya medios ni para comer, y no le queda otro remedio que adherirse al Plan 75, Hiromu, un funcionario encargado de revisar los expedientes de los candidatos, que se encuentra con su propio tío entre ellos y María, una joven filipina auxiliar de enfermería, que necesita dinero para tratar la enfermedad de su hija, que es reclutada para colaborar en esa máquina de muertes programadas.
La directora japonesa Chie Hayakawa dirige este inquietante largometraje, que obtuvo una mención especial en el apartado «Cámara de oro a la mejor ópera prima» del Festival de Cannes 2022. Bajo la forma de un relato de pura ficción, la película deja entrever un futuro posible para la humanidad, al que nos va abocando la mentalidad hedonista actual, que solo entiende de ganancias y disfrutes y no está dispuesta a respetar ni la dignidad personal ni el derecho a la vida de los más vulnerables –ancianos, no-nacidos, enfermos, inmigrantes...–, si por ellos puede ver mermados sus privilegios egoístas. Es un retrato macabro, y en cierto modo también una advertencia, de adónde nos lleva nuestra carrera alocada por el culto a los bienes materiales y a los disfrutes inmediatos.
La mirada de la cineasta es estremecedora. Muestra a un ser humano alienado y cruel, que elimina sin miramientos a quien le molesta. Evidentemente, no hay que esperar que quien siega vidas con tanta frialdad sea capaz del más mínimo respeto por los muertos. Los ancianos, unos resignados pues no tienen otra salida, otros con la misma mentalidad hedonista dispuestos a morir a cambio de pasar unos días de abundancia y placeres, acaban entregándose a esa máquina mortífera, única salida de un mundo que les niega el lugar y la memoria.
Chie Hayakawa juega con un ritmo lento y sensible, en el que resulta estremecedor el contraste del encanto de las magníficas escenas floridas con una humanidad degenerada, que ha renunciado a la libertad por una forma de esclavitud social que paga con placeres puntuales el precio de una vida. Plan 75 es, paradójicamente, una película de gran belleza y de una violencia aterradora bajo la apariencia de cuidados y atención sanitaria. Mutatis mutandis, nos recuerda la realidad de las clínicas abortistas.
Debe destacarse el papel de la actriz Chieko Baishō, de más de ochenta años, que con sus gestos y su presencia hace una denuncia clara de la situación de soledad y penuria de muchos ancianos, no en una sociedad distópica, sino en nuestra realidad cotidiana.
La película deja un regusto amargo, pero da mucho que pensar sobre qué estamos haciendo (o dejándonos hacer) y a dónde nos lleva nuestra ceguera o nuestra pasividad... o nuestro propio materialismo egoísta.