Cine y Valores

El olvido que seremos

Título original: 
El olvido que seremos
Género: 
Puntuación: 
7

Average: 7 (1 vote)

Publico recomendado: 
País: 
Año: 
2020
Dirección: 
Fotografía: 
Distribuidora: 
Duración: 
136
Contenido formativo: 
Crítica: 

«ESTA MEDITACIÓN ES UN CONSUELO»

«El olvido que seremos» es un verso del poeta argentino Jorge Luis Borges que dio título al libro de homenaje y gratitud que Héctor Abad Faciolince dedicó a su padre, el Dr. Héctor Abad Gómez, asesinado en Medellín en 1987, y que ahora, con el mismo nombre, Fernando Trueba ha llevado al cine.

Con un magnífico guion de su hermano David, Trueba sitúa la cámara en los ojos del pequeño Héctor Joaquín y sigue sus tiernos recuerdos de una infancia feliz, en una familia unida, alegre y bulliciosa, con esos seis hermanos, cinco chicas y Héctor, el único varón. La película es una crónica familiar y, a la vez, la semblanza de un hombre bueno, padre de familia abnegado, buen médico y excelente profesor, que se comprometió para conseguir el acceso a la salud pública de las clases más desfavorecidas. En la Colombia de aquel momento, sus pronunciamientos sobre las condiciones de vida miserable de las comunidades marginadas le granjearon enemistades con colegas, autoridades y compañeros de facultad. Tuvo que pagar un alto precio por su apuesta por la justicia y la libertad, en un país y en una ciudad, Medellín, donde imperaban la violencia y el terror: el 25 de agosto de 1987 unos sicarios acabaron con su vida.

Más que seguir fielmente una secuencia cronológica de los hechos, la película se desarrolla hábilmente entre dos épocas, las evocaciones de la infancia de Héctor, a principios de los años setenta y, unos diez años después, ya en la década de los ochenta, los últimos acontecimientos que culminarían con el asesinato de su padre. Son dos vectores del ámbito de los recuerdos, para presentar la figura de ese padre adorado.

La narración empieza en Italia, en Turín, en cuya Universidad Héctor está estudiando lenguas y literaturas modernas. Inesperadamente es reclamado por su familia para regresar a Colombia para acompañar a su padre en momentos difíciles: Acaban de apartarlo de su cátedra en la Universidad de Medellín. Durante la ceremonia de despedida, el profesor enrolla un programa a modo de catalejo para mirar amorosamente al hijo. A través de ese improvisado objetivo, Héctor empezará a llevar su memoria a los años de su infancia.

El relato de la infancia de «Quiquín» está saturado de colores vivos. Son los días felices, luminosos, cuando el Dr. Abad se entrega con entusiasmo a su trabajo de enseñar en la Universidad y de combatir el tifus, que afecta especialmente a los niños más pobres, que ni tan siquiera tienen acceso al agua potable. Toda esa entrega no le impide encontrar tiempo para dedicarse a su familia, a la educación de los hijos, sobre todo del varón y a organizar unas vacaciones inolvidables junto al mar. Todo es brillante y hermoso, hasta el reluciente pequeño coche azul del doctor en el que padre e hijo mantienen sus conversaciones.

Para la otra línea argumental, los años ochenta, cuando en Colombia impera la violencia de los narcotraficantes y de los grupos paramilitares, Trueba utiliza el blanco y negro para destacar la negrura, el oscurantismo de la situación. En ese clima perverso, parece que la lucha por el bien no tiene sentido. El fracaso está simbolizado en la prótesis que el profesor Abad le regala a una pobre mujer que vive de la mendicidad y a la que le falta una pierna. Le queda muy agradecida y la utiliza dentro de su casa, pero no en la calle porque, si la gente la ve con dos piernas, le da menos limosnas. 

Javier Cámara, en estado de gracia, encarna a la perfección toda la humanidad de ese personaje cálido y bondadoso, firme en sus convicciones y libre ante las presiones, que solo se arrodillaba ante sus rosas. Si Trueba mantener el equilibrio entre una comedia familiar entrañable y dulce y la crónica dramática de una época de furia y sangre, es, en gran parte, gracias a la magnífica interpretación de tan magnífico actor. Tal vez, para elegirlo, influyera en el cineasta el gran parecido físico de Cámara con el Dr. Abad, pero el resultado ha sido óptimo.

Hay un aspecto, sin embargo, en el que Trueba, sin alejarse de la realidad de «santo laico» del personaje, deja caer un sentimiento antieclesial que es exclusivamente suyo, del cineasta. La esposa del Dr. Abad era creyente y su marido no ponía ningún obstáculo a que sus hijos fueran educados en cristiano, incluso le recomienda a su hijo que acuda a misa como quiere su madre. ¿Hubiera consentido un hombre inteligente y culto como él y tan pendiente de la educación de sus hijos la presencia como educadora de los niños de una monja tan patéticamente ridícula como la que presenta el cineasta? Y lo mismo cabe decir de las homilías que provocan que padre e hijo no puedan soportarlo y salgan del templo.  

Al final de la película, Héctor encuentra, en uno de los bolsillos de la chaqueta ensangrentada de su padre, un soneto copiado de su propia mano y firmado JLB (Jorge Luis Borges). Esos versos serían el epitafio de la tumba del Dr. Héctor Abad Gómez:

Ya somos el olvido que seremos.

El polvo elemental que nos ignora

y que fue el rojo Adán y que es ahora

todos los hombres, y que no veremos.

 

Ya somos en la tumba las dos fechas

del principio y el término. La caja,

la obscena corrupción y la mortaja,

los triunfos de la muerte, y las endechas.


No soy el insensato que se aferra

al mágico sonido de su nombre.

Pienso con esperanza en aquel hombre

 

que no sabrá que fui sobre la tierra.

Bajo el indiferente azul del cielo,

esta meditación es un consuelo.