OÍR EN EL SILENCIO
[Crítica cedida por Pantalla90] Ruben y su novia Louson son también pareja en el escenario. Él baterista, ella guitarra y cantante. En una caravana perfectamente equipada con equipos de música, recorren los EE.UU. en una gira de conciertos. Pero su prometedor futuro se ve bruscamente interrumpido cuando, de súbito, Ruben empieza a tener extrañas molestias en los oídos. Alarmado, va a la consulta de un otorrino. El diagnóstico es dramático: la repentina sordera, casi total, probablemente no tenga posibilidad de recuperación.
A pesar del aspecto físico -abundantes tatuajes, pelos decolorados y vestimenta acorde con su atronadora música metal- son dos buenas personas que se quieren mucho. Ruben había sido adicto a las drogas, especialmente a la heroína, pero hace ya cuatro años que está totalmente limpio. Comen sano, hacen ejercicio y bailan música suave.
A partir de ese día aciago, toda su vida se viene abajo, y sus vidas tienen que avanzar en paralelo porque Ruben debe aprender a vivir en el mundo del silencio, y eso debe hacerlo solo.
La segunda parte de la película, en la que seguimos a un atormentado Ruben, es absolutamente extraordinaria desde todos los puntos de vista. Ante todo, la magistral interpretación de Riz Ahmed. Sin apenas palabras que expresen sus sentimientos, solo con gestos y con miradas, nos permite penetrar en su interior y seguir todo el fluir de sus angustias y sus incertidumbres. Nos ofrece un personaje dramáticamente auténtico, humano, cercano en su sufrimiento, pero sin rozar jamás el melodrama. El espectador se identifica con él, con el profundo dilema entre asumir la sordera, integrarla en la propia vida y seguir adelante con ella, como un componente más de la persona, pero no una limitación, o bien no conformarse y luchar denodadamente por vencerla. Apoyando al atormentando Ruben, Joe, el director de una comunidad de sordos, en cierto modo la figura del padre, le explica que lo importante y lo grave de la sordera no está en los oídos sino en la cabeza. No hay que preocuparse por la ausencia de sonidos, porque hay otros modos de comunicarse, sino que todos los esfuerzos deben dirigirse a encontrar el equilibrio y la paz interior. El personaje de Joe está magníficamente encarnado por Paul Raci, hijo de padres sordos y que domina totalmente el lenguaje de los signos. También Olivia Cooke está fantástica como Lou, y, cómo no, Mathieu Amalric aunque en un papel tan breve, que deja al espectador con la miel en los labios.
Pero tal vez el trabajo más encomiable sea el del técnico de sonido Nicolas Becker, que consigue hacernos “oír” con oídos de sordos al mismo tiempo que los sonidos nos llegan también en todo su esplendor. Las risas, las palabras y los ruidos del ambiente se difuminan hasta hacerse silencio en la comunidad de sordos, pero el espectador los capta simultáneamente, como los dedos de Ruben golpeando rítmicamente en un tobogán. Esto lo identifica con los personajes, con su mundo sin voces ni bullicio, pero plenamente comunicado.
La película es una historia de superación personal, pero es también una historia de amor generoso y de buena gente. Un drama intimista sobre cómo reaccionar cuando la vida salta por los aires con todos los proyectos hechos añicos. Para que cada uno se lo plantee.
Darius Marder, director y coguionista, puede aspirar a los más altos reconocimientos con su película. Tiempo al tiempo.