LOS MISERABLES
La película empieza con primeros planos de un parto: Asoma la cabeza de un niño, unas manos que lo limpian y una ducha sobre su carita. La pequeña Gloria acaba de venir al mundo. ‘Sic transit gloria mundi’ nos advierte el título del film. La gloria de este mundo es fugaz, como lo es nuestra vida y como lo será la existencia de Gloria, la niña que acaba de nacer. Por tanto hay que aprovecharla para hacerla plena y hermosa, para llenarla de amor y de sentido.
Gloria es hija de Mathilda y Nicolas, en situación económica muy precaria, que se esfuerzan, casi inútilmente, por salir adelante. Él es conductor de Uber, por lo cual ha debido comprarse un buen coche, cuyas letras los tienen ahogados; ella trabaja en una tienda de confección. Los abuelos maternos, Sylvie y Richard están felices con su primera nieta. Richard no es el padre biológico de Mathilda, pero la ha criado con el mismo amor que a Aurore, la hija en común del matrimonio. La llegada del bebé a sus vidas coincide con la salida de la cárcel de Daniel, exmarido de Sylvie, deseoso de recuperar el tiempo perdido con los afectos de su hija y de su nieta.
Con esta película, aparece el Guédiguian más pesimista. La familia de Gloria, con sus tres generaciones, es como un microcosmos de la sociedad actual, para la que el cineasta apenas si deja un leve hálito de esperanza. La humanidad se encamina hacia su autodestrucción, que se consumará en cuanto desaparezca la última generación de los que fueron capaces de luchar por un mundo más justo y de sacrificarse por el bien de los demás.
En varias escenas, aparece, a lo lejos, casi imperceptible, colgada en una pared, la imagen de un crucificado. Es el símbolo del amor oblativo incondicional, del compromiso por una hermandad solidaria entre todos los hombres, de la apertura a la trascendencia, a la confianza en un mañana mejor, en el triunfo final de la justicia y la bondad. Pero en la película, nadie alude al hombre de la cruz ni a su mensaje de amor. Es solo un vestigio del pasado que ya no forma parte de la vida cotidiana del hombre.
Guédiguian presenta a una juventud perdida en esa sociedad del “usar y tirar”, en la que los sentimientos de las personas se limitan a lo sensorial, a las meras sensaciones estimulantes y gratificantes. Las relaciones tienen un corto recorrido, son tan fungibles como los viejos aparatos que se compran y venden en la tienda de Aurora y Bruno. Son personas total y absolutamente egoístas, se utilizan unas a otras sin ningún respeto ni consideración, sin el más mínimo sentido ético. Viven sumidas en la mentira, el rencor y la traición como si eso fuera connatural a la vida del hombre, para ellos lo único valioso es el dinero y el sexo. Actualmente, es todo una “sálvese quien pueda”, ya no son de fiar ni los sindicalistas, que, años atrás, fueron los salvadores. Cuando Mathilda se lamenta de que la dueña de la tienda donde trabaja la echará cuando acabe el período de prueba, para contratar a otra en las mismas condiciones, añade sin vacilación: “Es normal. Si yo estuviera en su lugar, yo haría lo mismo”. La frase hiela la sangre.
Afortunadamente aún queda la generación de los mayores, para los que lo más importante es ayudarse los unos a los otros. Esas personas conocieron un mundo más reivindicativo, donde los oprimidos luchaban por sus derechos y defendían a los más débiles. Todavía creen en ese mundo, pero ellos ya están viejos para la lucha.
El reparto es el habitual con Guédiguian, todos de primera categoría, ante cuyo trabajo uno no puede hacer otra cosa que postrarse. Desde Ariane Ascaride, cuyo trabajo ha sido galardonado con toda justicia en Venecia. Se percibe bien que hay una total sintonía con el director y que constituyen una auténtica familia para las películas del cineasta belga. Sin embargo el guion, aunque muy bien trazado, tiene algún punto débil. Se trata de trazar la semblanza de “los miserables”, las víctimas de una sociedad que sufren los efectos de una pobreza –económica y personal-, de los que no pueden escapar de un destino perverso. Pero en algún momento parece que se les va la mano y, por ejemplo, la escena con el conductor, el móvil y la policía, resulta ya demasiado forzada para acumular desgracias o contratiempos.
La película está muy bien hecha y da mucho que pensar. Al final, un hombre carga sobre sí los errores y los “pecados” de los demás. Y aquel crucifijo, olvidado en una vieja pared, parece recobrar su sentido. No todo está perdido para Gloria. Estremecedora la última frase sobre el tiempo detenido en la soledad del hombre.
Es profunda e interesante como el más puro Guédiguian, pero deja un poso de tristeza y desánimo en el espectador por la casi total falta de fe en la humanidad.