DE AMOR Y MUERTE
Madrid, 1975. El General Franco está viviendo sus últimos días. Germán Areta, prestigioso expolicía de la Brigada Criminal acaba de establecerse en Madrid como detective privado. Ha alquilado una oficina, con su eficaz secretaria Moli y ha contratado como ayudante al fiel Moro. Una atractiva mujer va a ver a Areta. Quiere que investigue el suicidio del que fue su amante, Narciso Benavides, un afamado y sastre, pues está convencida de que se trata de un asesinato.
Tras casi cuarenta años, Garci cierra la trilogía del Crack con una precuela, oportunamente titulada El crack cero. Es un intervalo de tiempo muy largo para poder saltarlo sin tropiezos, y, sin embargo, el oscarizado director salva las dificultades con elegancia y agilidad. Alfredo Landa, el inspector Areta de entonces, ya ha fallecido, así como José Bódalo. Pero si vivieran, tampoco podrían encarnar sus papeles, en razón de la edad, como sucede con el resto del reparto. Pero Carlos Santos demuestra cuán justificado fue el “Goya al Mejor Actor Revelación” que recibió por su papel de Luis Roldán en El hombre de las mil caras. Encarna a un soberbio Germán Areta, que no desmerece en nada al Alfrendo Landa que le precedió. Y lo mismo cabe decir de Pedro Casablanc en su papel de Don Ricardo y de Miguel Ángel Muñoz, el Moro, a la altura de sus predecesores José Bódalo y Miguel Rellán. Todo el elenco está muy bien, Cayetana Guillén Cuervo, la astuta proxeneta, llena la pantalla con su elegancia y su sonrisa cautivadora, o Luisa Gavasa magnífica como secretaria, y lo mismo cabe decir de todos los demás.
Salvado el escollo del reparto, quedaba todavía la escena del drama: Madrid. En 1975 no había móviles y hoy es imposible filmar un exterior sin que un buen número de peatones vayan consultando su teléfono. Y eso es solo un ejemplo de cómo el Madrid de 2019 no puede representar a la capital de hace 40 años. Pero José Luis Garci consigue, en un blanco y negro bellísimo, retrotraernos a esa época hasta una inmersión total en ella. Es la Gran Vía de entonces, el ambiente de entonces, el lenguaje de entonces, el humor de entonces… Utiliza “fondo de armario”, es decir, vídeos de la época, con un resultado que roza la excelencia. Esa fotografía magnífica, entre nieblas y sombras, tan típicas de Garci, deja maravillados los ojos del espectador. Hay también muchas escenas de interior, en lugares muy reducidos. Seguramente pueda atribuirse al escaso presupuesto, pero en todo caso no dejan de ser un acierto para crear ese clima intimista de cine negro que no necesita apenas acción para mantener en vilo al público. Reteniendo el aliento, clavado en su butaca, cada espectador es Areta investigando, reflexionando, actuando.
Una película magnífica, técnicamente impecable, con una fotografía impactante, capaz de crear un ambiente de suave nostalgia, y unos actores en estado de gracia. Un regalo para los amantes del cine.
Conviene advertir que se esté muy atento a la última escena, homenaje a Alfredo Landa, que aparece como infiltrado en la precuela.