EL EMBRUJO DE PARÍS Y LA LIBERTAD
Un acercamiento a la figura del bailarín ruso Rudolf Nuréyev (1938-1993), considerado uno de los más grandes de la historia del ballet.
La película arranca en 1961, cuando Alexander Pushkin, quien había sido su mentor, debe explicar a las autoridades rusas cómo se ha podido llegar a la lamentable situación en la que se encuentran. La narración de Pushkin se desarrolla en tres tiempos, que se alternan sin solución de continuidad: la infancia deprimida en un pueblo perdido, su etapa de formación junto al mismo Pushkin y, finalmente, su viaje a París con el grupo del ballet del Kirov.
Aunque los tres tiempos están perfectamente hilados y vinculados, los frecuentes saltos impiden que el espectador quede totalmente atrapado en la intriga del decurso temporal. Pero no es este el único motivo por el que no acaba de crearse una relación de empatía entre el personaje y el público. La idea central del film es el valor de la libertad, entendida, por una parte, como la facultad de cada uno de decidir el rumbo que quiere dar a su vida, sin que una autoridad estatal le imponga dónde debe estar y para qué; y en segundo lugar, la libertad del artista para ser creativo y fiel a su propio estilo, dentro de los cauces que le marcan las normas y la técnica. Solo el dominio de la técnica no es suficiente, hace falta la inspiración, una chispa muy íntima que haga que la danza encierre vida, sentimientos, pasiones. Es decir, que no sea exclusivamente belleza formal, sino que sea un ámbito lleno de sentido.
El personaje de Nuréyev quiere ser fiel a la realidad y aparece como un ser egocéntrico, egoísta e inestable, seguramente como consecuencia de una infancia y juventud marcadas por una total falta de libertad bajo el asfixiante régimen comunista. Sin embargo, se echa de menos una mayor profundización en su pasión por la danza y algo más de calidez en la presentación de sus sentimientos.
Es muy interesante la idea que sugiere el film de que, para vivir a fondo un arte concreto, como el ballet, hay que elevarse al nivel de la belleza para dejarse interpelar por lo bello en cualquier manifestación artística, pintura, escultura, música… Es también muy acertada la idea de Fiennes de rodar en ruso, inglés o francés, según lugares e interlocutores. Por eso es muy recomendable ver la película en versión original con subtítulos, para no perderse esa riqueza.
Está muy bien perfilado el personaje de Clara Saint, la rica heredera chilena novia de Vincent Malraux, hijo del famoso escritor André Malraux, a la sazón ministro francés de Cultura. Los tiempos reales están alterados en la película. En realidad, Clara recibió la noticia de la muerte en accidente de su novio, cuando estaba con Nuréyev. No había habido nada entre ellos más que una relación de admiración y afecto (el bailarín era homosexual), y esa noche fatídica Clara pudo llorar en el hombro de su amigo la muerte de su amante. Era el 23 de mayo de 1961. Días más tarde, el 16 de junio, la influencia de Clara sería decisiva para apoyar a Nuréyev en su intención de pedir asilo político al Estado francés, ante el peligro inminente de ser deportado a Siberia. La escena en el aeropuerto es de lo mejor del film. Consigue mantener intriga y tensión aunque, lógicamente, ya conocemos cuál fue el final. Pero Fiennes consigue crear inquietud y que esperemos ansiosamente el desenlace.
Ralph Fiennes, como director por tercera vez, tras Coriolanus (2011) y The invisible woman (2013), está en su mejor momento, y como actor es sin duda el mejor del reparto. Aunque hay que reconocer que hacen todos un gran trabajo y que Oleg Irenko, que debuta en la gran pantalla, encarna con mucho acierto al gran Rudolf Nuréyev.
Una buena propuesta.