[Crítica cedida por Pantalla 90]
AMOR Y LIBERTAD
Durante los años de la Guerra Fría, tras el Telón de Acero, en la Polonia de Stalin, Wiktor, Irena y Kaczmarek están preparando un espectáculo con canciones y bailes populares, para recuperar de algún modo la identidad polaca. Mientras Irena y Wiktor están exclusivamente centrados en el folklore de su patria, Kaczmarek, adepto al régimen imperante, pretende que las coreografías sean un ámbito de exaltación de Stalin y el comunismo ruso. En una de las audiciones de artistas aspirantes, entre el músico Wiktor y Zula, una de las jóvenes candidatas, surge la chispa de una atracción que prende de inmediato y da lugar a una relación apasionada entre ambos.
En sí, no hay nada de novedoso en la historia de un gran amor imposible. Recordemos, a título de ejemplos memorables, a Yuri Zhivago y Lara, en Doctor Zhivago (David Lean, 1965), o a Rick e Ilsa, en Casablanca (Michael Curtiz, 1947). Pero es la primera vez que vemos en la pantalla una narración tan densa de contenido, que comprende la historia de dos amantes y reflexiones sobre la historia polaca, magníficamente ensambladas y compendiadas en solo 85 minutos. En tan poco tiempo, Pawel Pawlikowski consigue sobrevolar el transcurso de treinta años sin que en ningún momento nos dé la sensación de que falta algo, de superficialidad en el trato de los temas. El film está depurado al máximo en todos los aspectos -la trama, el perfil de cada personaje, su amor, la época en que viven, la fotografía, la música…- y el resultado es una película maravillosa. Joanna Kulig y Tomasz Kot, los dos amantes protagonistas, con su excelente trabajo contribuyen también con su excelente trabajo a que la cinta alcance tan alto nivel de calidad. Zula, la mujer apasionada, todo un carácter, con una belleza que resplandece en los primeros planos sobre su cara. Wiktor, el artista romántico que sueña amor y libertad. No son «individuos» de un «colectivo», tal como pretendía la ideología dominante, sino dos personas únicas que aman y sufren, dos seres que penan por la libertad que les han hurtado desde el poder opresor.
Desde el principio, encontramos la belleza visual del anterior film de Pawlikowski, Ida (2013), con un blanco y negro bellísimo que sugiere más que muestra, gris oscuro para las escenas polacas, más suave y oscuro para la sala bohemia parisina en la que toca Wiktor. También la música sigue teniendo un carácter simbólico: en Ida la música de John Coltrane dejaba entrever a la novicia un mundo desconocido que se le ofrecía, mientras que el jazz en Cold war es el símbolo del rechazo de las leyes y normas rígidas e injustas, de la opresión asfixiante, y sobre todo, es el grito de la libertad. Toda la película es visualmente hermosa, pero algunas escenas, con una música espléndida, estremecen y conmueven hasta dejar sin aliento.
Bajo la capa de un melodrama antiguo, Pawel Pawlikowski recrea un pasado doloroso bien conocido por sus padres, a quienes dedica la película. El fondo del relato es el sufrimiento sordo, el llanto silencioso y amargo de un pueblo oprimido bajo el peso irrespirable de un poder político que les niega la libertad. La trama, una historia de amor imposible entre dos seres, en un mundo desesperanzado, dos amantes que saben de su destino lamentable y lo acaban aceptando como inevitable en el tiempo en el que les ha tocado vivir, cuyos límites no hay posibilidad de traspasar. No existe otra solución para ellos que «volatilizarse» y renacer en un mundo distinto. El desenlace: mirar hacia lo alto, sellar dolorosamente su amor ante Dios y elevarse al plano sin límites de la eternidad.