EL HOMBRE QUE AMABA A LOS CABALLOS
El joven vaquero Brady Blacburn, una estrella local del rodeo y con un arte especial para la doma de caballos, ha sufrido un grave accidente. Fue pateado por una yegua que le aplastó el cráneo y le provocó una conmoción cerebral. Ahora lleva una placa de metal en la cabeza y tiene totalmente prohibido volver a montar a caballo.
Brady se encuentra en una terrible encrucijada en su vida, sin saber qué camino tomar. La gran pregunta que se le plantea es si podrá seguir siendo él mismo si renuncia a una actividad -los rodeos- que constituye la razón de su existir. No puede ni imaginarse alejado de los caballos. Por otra parte, la vida en su casa, no es demasiado fácil. La ausencia de la madre se deja notar, y Brady se siente responsable de proteger a su hermana Lilly, con una deficiencia mental. Su padre es un buen hombre que quiere a sus hijos, pero todo el dinero que gana se lo gasta en la taberna y en las máquinas tragaperras, lo cual apremia a Brady a conseguir algún ingreso porque corren el riesgo de perder por falta de pago la caravana en la que viven.
La joven cineasta china Chloé Zhao, afincada en los EE.UU., lleva su cámara hasta la Reserva india de Pine Ridge, en Dakota del Sur, para filmar en ese paisaje agreste y maravilloso. La película es prácticamente un docudrama, porque combina perfectamente el documental -situaciones y personajes tomados de la realidad- con la ficción, para presentar la figura conmovedora de un hombre en crisis, sin saber qué rumbo tomar, en el ámbito de una comunidad humana que, en cierto modo, vive al margen de la sociedad americana. El personaje protagonista está inspirado en un ser real, Brady Jandreau -el hombre que enseñó a montar a caballo a la misma Chloé Zhao-, quien sufrió un accidente, pero que, en contra de las advertencias de los médicos, decidió continuar con su actividad con los caballos. Zhao escribe, pues, un guion, totalmente adaptado a la realidad de ese hombre, convertido en actor para interpretarse a sí mismo, tal como su padre y su hermana, Tim y Lilly Jandreau. Trabajar con tres actores no profesionales en papeles principales es, sin duda, muy arriesgado, pero el resultado es asombroso. Los personajes son creíbles, se hacen cercanos y conmovedores.
La fotografía es bellísima, de una gran sobriedad, con colores ocres como si el polvo del desierto fuera un filtro para el objetivo de la cámara y para los ojos de los personajes. Sus vidas y sus horizontes no gozan de colores brillantes y espectaculares, todo es más bien algo sombrío y desvaído. Pero no por eso deja de ser hermoso y sugerente. En cierto modo, la película presenta la autenticidad del contacto directo del hombre con la naturaleza, donde ni necesita ni desea la tecnología que abunda en la gran ciudad. No vemos a nadie con un móvil ni navegando por las redes. Las relaciones humanas son cercanas, directas y cálidas, con los compañeros de rodeo y con el amigo en silla de ruedas por un accidente más grave todavía que el de Brady. Es la armonía del hombre con el hombre y del hombre con la naturaleza.
The rider es un «post-western» en el que los héroes fuertes e invencibles de John Ford son sustituidos por personajes sencillos, que no llevan un «colt 45» a la cintura, sino tatuajes en la piel. Son, incluso, seres heridos en el alma, pero siguen siendo auténticos héroes, esforzados e indomables. Una película preciosa, tal vez algo lenta y repetitiva en algunas escenas, en las que parece que no avanza. Pero en conjunto, es una historia llena de lirismo y humanidad.