Paul Lohman no quiere acudir a la cita con su hermano Stan para cenar juntos en un restaurante de lujo. Finalmente, presionado por su mujer, cambia de opinión y ambos hermanos se reúnen con sus respectivas esposas. Al principio no se conoce cuál es el motivo de esa cena, si bien se percibe perfectamente una rara tensión, hostilidad, actitudes a la defensiva, disimulos, recelos... Poco a poco vamos conociendo el motivo de Stan para provocar esa reunión: los hijos de ambos matrimonios han sido responsables de un acto grave que, en un sentido o en otro, condicionará el futuro de los adolescentes y podría también influir en la prometedora carrera política de Stan. La cena en ese restaurante de tres estrellas Michelin, que empieza de forma anodina, acaba derivando en un inmenso e intenso thriller moral al final del cual deberán decidir qué hacer con el tema, si mantenerlo oculto y eludir toda responsabilidad o bien asumir las consecuencias de los hechos.
El guión es una adaptación de la novela La cena de Herman Koch, pero Oren Moverman le da más bien la forma de una obra teatral, ya que la mayor parte de las escenas están construidas a base de diálogos entre los cuatro personajes, casi todos ellos en el restaurante.
Paul es un profesor obsesionado con la Guerra de Secesión, que sufre algún tipo de enfermedad mental hereditaria. Es inestable, irritable e hiriente, sin duda porque se resiste a tomar la medicación. Tiene problemas de relación con su hijo, que se siente agobiado por su excesivo control. Su esposa Claire está en tratamiento por un cáncer, del que no vamos a saber más que estuvo ingresada tiempo atrás. Stan es el hermano mayor, un político importante en plena campaña. Está divorciado de su primera esposa y parece tener problemas con Katelyn, su actual mujer. Por algunos flashbacks nos enteramos de situaciones y hechos del pasado que explican, en parte, la situación de los personajes alrededor de esa mesa.
La película pretende ser una crítica a la sociedad y lanza un montón de temas, la guerra, el rechazo de los enfermos mentales, la injusticia de la pobreza frente al lujo desmedido, la obscenidad del despilfarro en las comidas frente a la carencia de alimentos básicos para los desfavorecidos… Empieza burlándose de los restaurantes snobs de precios desorbitados, pero es tan repetitivo el desfile de camareros con las bandejas, la enumeración de los componentes de cada plato, que la caricatura pierde su gracia y se hace pesada. Es el preludio de lo que va a suceder: Moverman empieza a lanzar tema tras tema sin solución de continuidad, la mayor parte de los cuales quedan en el aire, sin saber cuál es exactamente su valor o su función en el núcleo de la historia. Paul llega a hacerse insoportable para todo su entorno -incluido el espectador-, sin que lleguemos a conocer exactamente el rango de su trastorno mental, ni qué ha supuesto su infancia para que albergue tanto rencor. Y, sin embargo, sus exabruptos y sus reacciones de demente egocéntrico se repiten hasta la saciedad. De hecho todos los combates de monólogos simultáneos que intentan imponerse acaban resultando tediosos por repetitivos sin que lleven a ninguna parte.
El problema central que se trata es muy interesante, constituye un tema de hondo calado que merecería un planteamiento y una reflexión más rigurosos, sin tantos subtemas que distraen y desvirtúan la auténtica cuestión, que a fin de cuentas supone asumir las consecuencia de los propios actos. Hasta muy avanzada la película no nos enteramos del drama familiar ni sobre qué hay que tomar una decisión gravísima y trascendental para todos. Lo más interesante de la cinta, lo que podría generar un debate muy serio sobre la responsabilidad de los propios actos, queda concentrado casi exclusivamente en el último «acto», cuando hay que decidir qué decisión están dispuestos a tomar los distintos personajes.
Lo mejor de la película son los actores protagonistas, extraordinarios los cuatro. Pero una actuación magnífica no logra salvar una cinta de una excesiva densidad narrativa, que pierde pulso en el tema central porque se dispersa en subtemas apenas enunciados y que acaban agotando al espectador. En esas circunstancias ya casi no le quedan fuerzas para plantearse la gran cuestión ética: «¿Qué haría yo si estuviera en su lugar? ¿Sería mi actitud correcta éticamente?».