Churchill se centra en los días que precedieron al famoso desembarco de Normandía del día 6 de junio de 1944. Todas las fuerzas están concentradas en secreto en el sur de Inglaterra, preparadas para el «Día D». El general Eisenhower, comandante supremo de las fuerzas aliadas, el británico mariscal Montgomery y el resto del Alto Mando esperan la decisión de Churchill sobre la operación. Pero, ante la sorpresa de todos, Winston Churchill se opone rotundamente al ataque en las playas de Normandía.
En 1915, siendo Primer Lord del Almirantazgo, había patrocinado la batalla de Galípoli, que acabó en un enorme fracasó y supuso la pérdida de un sinnúmero de soldados. Este recuerdo le tiene interiormente atenazado por el miedo de repetir el error y que se vierta inútilmente la sangre de miles de jóvenes soldados. Ahora, su propuesta de estrategia para acabar con Hitler es totalmente distinta.
La película es un retrato de Winston Churchill en esos días concretos, que quiere mostrarnos el ser humano real que se esconde tras la figura de uno de los mayores estadistas del siglo XX. En el film, Churchill aparece como un anciano aquejado de senilidad, borracho, egoísta, testarudo e ineficaz. Sus colaboradores, aunque lo respetan por su ejemplar trayectoria política, intentan neutralizarlo porque están convencidos de que ya no es más que un estorbo en la política del momento. Incluso su esposa Clementine está a punto de abandonarlo porque ha llegado al límite de su resistencia.
La idea de mostrar al héroe «en zapatillas» es buena, porque es lógico que toda figura legendaria tenga zonas de sombra en su personalidad. Sin embargo Jonathan Teplitzky nos presenta a un personaje, cuanto menos, discutible. Sus opiniones no coinciden con las del Alto Mando aliado, pero lo que él defiende no es ninguna locura, no está exento de razón y de sentido común. En la misma película el personaje aparece contradictorio, entre el primer ministro humillado e inútil y el discurso del final, en el que brilla el gran estadista y el brillante orador que fue Winston Churchill. Pero, lo más sangrante es esa figura senil, de un hombre acabado, incapaz de asumir una responsabilidad de Estado, vencido por la depresión y al alcohol, totalmente desmentida por realidad. En junio de 1944, Churchill tenía 69 años, no era todavía propiamente un anciano, y, aunque podría pensarse en una vejez prematura, la historia posterior ha dejado claro que eso no fue así. Churchill siguió muchos años en la política activa, sin dejar de mostrar su capacidad y su valía. Cuando el partido conservador perdió las elecciones en 1945, pasó a liderar la oposición y en 1951 volvió a ser primer ministro del Reino Unido, hasta que se retiró definitivamente de la política en 1955. Además, como escritor, recibió el Permio Nobel de Literatura en 1953. No resulta, pues, muy adecuada la imagen senil, casi grotesca y ridícula del protagonista.
La película tiene una buena factura y destacan los grandes escenarios, exteriores en interminables playas desiertas, o interiores en grandes salas desprovistas de mobiliario, que trasladan a la retina la impresión de las incertidumbres y la profunda soledad de ese puñado de hombres que deben enfrentarse a tremendos problemas, sangrantes disyuntivas y hasta conflictos morales, obligados a tomar decisiones tan graves y de tal repercusión, que tendrán consecuencias para la misma marcha del mundo. No hay otra alternativa: vencer o ser vencidos.
El reparto es muy bueno, con una Miranda Richardson, magnífica como Clementine Hozier, la inteligente esposa de Churchill, John Slattery como Dwight Eisenhower, Richard Durden como Jan Smuts, etc. El protagonista, Brian Cox, resulta convincente en sus expresiones, sus gestos y sus posturas, aunque se echa de menos algo más de identificación «cordial» con el Churchill real.
Como el personaje central, la película de Teplitzky tiene sus luces y sus sombras, pero en conjunto nos ofrece una página de la historia no lejana y que conviene no olvidar. Una buena opción.