Hace diez años, una ola gigantesca arrasó la escuela de un pequeño pueblo sin nombre, y engulló a todos los niños y al maestro. A partir de ese momento, el tiempo quedó paralizado y los habitantes se condenaron a un duelo permanente. Ahora la vida no fluye, está atorada, porque donde nadie espera nada no puede existir la esperanza. Ya no quedan jóvenes en la aldea y tampoco nacen niños. El dolor los ha dejado a todos absurdamente estériles. La alegría está prohibida, todo ha de ser lágrimas y luto. Las únicas risas que se oyen proceden del alcohol en una fiesta blasfema.
Antes tenían fe, iban a la iglesia, pero ahora no quieren saber nada de un Dios que contempló indiferente esa desgracia y que ni tan siquiera responde a sus imprecaciones. En ese mundo infecundo y negro, sólo Fidelia lleva un vestido de color. Es una mujer todavía hermosa, que perdió la razón de tanto llorar al hijo muerto. Inexplicablemente, Leo, su otro hijo, que cuida de ella, aunque con la pena de no sentirse amado por su madre, sobrevive a un accidente y pocos días después empieza a construir un navío con los restos de la escuela destrozada, para hacerse a la mar.
Toda la historia está impregnada de religiosidad, es una parábola hermosísima y conmovedora sobre la actitud del hombre ante el misterio, aquello que le sobrepasa y de lo que espera pasivamente la salvación, la solución de los problemas y la cesación del dolor. Los habitantes de la aldea sienten la necesidad de ser auxiliados, pero no ponen nada de su parte, no asumen su protagonismo, y por eso se aferran al milagro como tabla de salvación y se sienten frustrados y engañados si el esperado milagro no se produce.
Leo muestra el camino, porque al misterio no hay que temerlo ni exigirle, sino que se debe salir a su encuentro, lanzarse a mar abierta, abrir las puertas a la posibilidad, a la esperanza. Poco importa si un «milagro» es o no es en realidad una casualidad, porque tanto si sucede la tragedia como si es evitada, una nueva oportunidad de amar se le está ofreciendo al hombre. Salir al encuentro del misterio para dejarse envolver por él es amar y saberse amado, es, tal vez, derramar amargas lágrimas por la ausencia, pero con la ternura de la presencia. En medio de la incertidumbre de un fuerte oleaje en el que es difícil conservarse a flote, pero firme en la fe y la esperanza, uno se encuentra con su propia verdad, recobra el amor perdido y encuentra el sentido de la vida
La película está bien rodada con un magnífico estilo onírico, con unas competentes interpretaciones, y con impresionantes escenas alegóricas, como las puertas abiertas de par en par y una cruz desnuda por todo horizonte; delante, de rodillas, un padre Douglas que es la alegoría del amor de la cruz, entregado a un pueblo que lo mira indiferente y hasta con hostilidad.
The vessel sumerge al espectador en un ambiente místico impactante y arroja una luz de esperanza para poder seguir viviendo cuando el dolor parece haber cerrado todas las puertas.