Daniel Blake, carpintero inglés de 59 años, viudo desde hace poco, acaba de sufrir un ataque cardíaco que casi le ha costado la vida. Su médico le ha prohibido volver a trabajar hasta que esté totalmente repuesto. Sin embargo, la administración le deniega la prestación por incapacidad y se limita a darle una pequeña cantidad como trabajador en paro. Al mismo tiempo, le exige que busque empleo, so pena de aplicarle una sanción. Blake se enfrenta a una situación absolutamente surrealista –le obligan a buscar un trabajo que no podrá desempeñar porque está incapacitado para ello– y no hay manera de resolverla. Llamadas de teléfono interminables con indicaciones contradictorias, respuestas incomprensibles, exigencias absurdas, suponen para Daniel un auténtico calvario kafkiano, una carrera hacia ninguna parte.
En una de sus inútiles citas para tratar de desatascar la situación, conoce a una joven madre con sus dos niños a la que se niegan abruptamente a atender por haber llegado tarde. Daniel interviene para reclamar un trato más humano, pero los funcionarios se escudan en que ellos deben cumplir las normas. Empieza entonces entre esos dos seres heridos y maltratados una relación de camaradería y ayuda mutua, para intentar sobrevivir en el laberinto en el que ambos están atrapados por una burocracia deshumanizada que les bloquea las salidas con interminables formularios que nunca aportan ninguna solución.
La historia de Katie y Daniel, irremisiblemente perdidos en un sistema que parece hecho para expulsar sin compasión a los más débiles y desfavorecidos, conmueve hasta las lágrimas, si bien, en algunos momentos, el drama roza la comedia, viendo la decisión, la perseverancia y hasta el humor desesperado que Daniel pone en la liza, en contraste con el sinsentido surrealista de unos funcionarios que, a su vez, temen perder el empleo si no acatan con fidelidad las reglas que les imponen.
Los dos personajes están magistralmente encarnados por Dave Johns y Hayley Squires, ambos procedentes del mundo del teatro. El resto de actores, entre los que destacan los dos niños hijos de Katie, están a la misma altura de interpretación. El conjunto da como resultado un film inquietante, que no es una sátira de un sistema absurdo, sino una denuncia hecha con indignación. Y si el sistema social inglés es tal como nos lo describe, realmente hay motivos de sobra para estar enfurecido. Algunas escenas son estremecedoras, como la que transcurre en el banco de alimentos, o el momento en Daniel habla de su esposa y del lugar que ocupó en su vida.
Ahora bien, por debajo de la interesante trama argumental de las tribulaciones de Daniel y Katie, el auténtico tema de la película es la dignidad humana herida por el reduccionismo. El sistema, concretado en unos funcionarios que actúan en su nombre, trata a los seres humanos, no en el nivel que les corresponde por su rango y dignidad, sino como si fueran meros objetos incómodos a los que se les niegan los derechos más elementales. El previsible desenlace para Daniel y para Katie tiene un valor metafórico que, obviamente no podemos desvelar.
El relato es bastante maniqueo, los malos oprimen a los buenos, que no pueden defenderse. Pero lo que hace de Yo, Daniel Blake, una película de hondo contenido humano no es la denuncia social de un sistema, sino la crueldad del reduccionismo, capaz de hundir al hombre en abismos insondables.
Ken Loach, a sus 80 años, nos ofrece una obra que da que pensar y que supone un magnífico instrumento para reflexionar sobre las terribles consecuencias de considerar a los seres humanos como meras piezas útiles en un engranaje, que se convierten en objetos de desecho cuando dejan de ser rentables en el mero nivel de la utilidad práctica.