Dublín, años 80. Conor Labor, un adolescente cuyos padres están a punto de divorciarse, se ve obligado a abandonar la escuela privada a la que asistía, por razones económicas familiares. En el nuevo establecimiento, se encuentra totalmente desplazado y hasta asustado, con compañeros muy violentos y profesores muy duros y exigentes. Cerca del colegio, suele ver a una chica muy bonita, la misteriosa Raphina, que le tiene sorbido el seso. Venciendo su timidez se lanza a hablar con ella y le ofrece participar en su grupo musical. Como ella acepta, Conor no tiene más remedio que montar un grupo, cuando en realidad no sabe nada de música. Su hermano mayor le echará una mano y el proyecto podrá salir adelante.
Historia de adolescentes, bastante previsible en el argumento, pero una pura delicia. Conor y su grupo aprenden a tocar al mismo tiempo que descubren la música rock de los años 80: Joy Division, Duran Duran, Joe Jacksos, The Cure… Así, la película nos sumerge totalmente en ese tiempo, la música, el modo de vestir, las costumbres… Y nos despierta la nostalgia por una época en que no existían las redes ni el WhatsApp, y los amigos iban a buscarse a casa para hablar, se reunían en la habitación de alguno de ellos o en la misma calle.
John Carney ya nos había deleitado en 2006 con Once, una hermosa historia de amor con un montón de bonitas canciones, y siete años más tarde nos ofrecía la maravillosa película también musical Begin again. Sing street no desmerece en nada de sus obras anteriores, ni en lo musical ni, sobre todo, en los personajes entrañables y en el planteamiento humano del guión. En este caso los protagonistas tienen la frescura de adolescentes en búsqueda de su propio camino, locos, divertidos y llenos de ilusiones.
Como ya es habitual en Carney, pone de relieve los valores de la familia, la integridad, la amistad. Nos hace ver la necesidad para los niños y los jóvenes de poder contar con unos padres que los comprendan, los protejan y los amen, y la amarga tristeza que producen las discusiones y las rupturas. De su hermano mayor, aprende Conor que no es suficiente soñar, hay que luchar por los sueños, trabajar duro y lanzarse. El único pero que se le puede poner es la ridiculización del religioso director del colegio. Es verdad que estamos en la Irlanda de finales del siglo pasado, pero el personaje no aporta nada a la historia y resulta bastante desagradable.
Los actores funcionan muy bien y el ritmo es muy ágil. John Carney nos regala de nuevo una preciosa película, tan grata en su conjunto que los 106 minutos de metraje saben a poco.